La anticoncepción
de emergencia provoca daños enormes. Porque bajo esta fórmula
engañosa (“anticoncepción de emergencia”),
especialmente con el recurso a la píldora del día después,
se esconde la búsqueda no sólo de impedir la concepción,
sino de destruir la vida del hijo si ya hubiese iniciado a existir.
Hay mujeres que,
después de una relación sexual, recurren a estos métodos
porque tienen miedo de iniciar el embarazo. Pero al actuar así
“disparan” de un modo indiscriminado contra todo lo que
pueda ocurrir en su cuerpo.
Este modo de
actuar provoca daños enormes. Ahora sólo queremos poner
en evidencia tres.
El primero consiste
en promover un uso menos responsable la sexualidad.
La sociedad moderna
ha logrado que millones de hombres y mujeres vivan las riquezas presentes
en la propia sexualidad fuera de su contexto plenamente responsable.
Porque tener relaciones sexuales no es simplemente un juego, ni un
normal acto de ternura, ni una expresión de amistad pasajera.
Es mucho más, pues implica a dos personas que, desde su fecundidad,
se dan plenamente el uno al otro y quedan así abiertos a la
posible llegada de un hijo. Ese darse plenamente sólo es correcto
en un compromiso completo, en el matrimonio, y con la actitud responsable
de quienes están dispuestos a acoger, cuidar y amar a los hijos
que puedan ser concebidos desde el amor de los esposos.
Si el sexo es
vivido fuera de su sentido profundo, se cae en un sinfín de
deformaciones. Una de ellas consiste en considerar al otro o a la
otra simplemente como objeto de placer, o como cómplice en
la búsqueda de mi placer. Otra consiste en ver la vida sexual
como algo desligado del matrimonio, cosa que ocurre tristemente en
tantas personas que aceptan la fornicación o el adulterio como
si así no cometiesen ninguna falta grave. Otra lleva a una
mentalidad antivida, a través del uso de una serie de métodos
que “aseguren” que el hijo no llegará nunca a existir,
o que si empieza a vivir será eliminado cuanto antes.
Aquí radica
el segundo daño de la anticoncepción de emergencia:
el que se busque destruir en el seno de sus madres a sus hijos.
Es cierto que
la mayoría de las veces la anticoncepción de emergencia
no actúa sobre un embrión, porque no todas las relaciones
sexuales permiten que inicie una nueva vida humana. Pero también
es cierto que en muchos casos sí se ha dado la concepción,
y entonces la píldora del día después (u otros
métodos) condenan al embrión a una muerte silenciosa
y oculta, pero no por ello menos muerte ni menos injusta.
Lo anterior lleva,
precisamente, a un tercer daño: la angustia y la duda en la
que puede vivir una mujer después de haber recurrido a estos
métodos. ¿Cómo saber si el uso de la píldora
del día después provocó la muerte de un hijo,
o no tuvo mayores consecuencias? La duda queda anclada en el corazón
de muchas mujeres que, por no confiar en Dios y por no abrirse al
respeto y cariño que merece cada hijo, “dispararon”
un día contra sus cuerpos sin saber con certeza si estaban
matando o no a un hijo muy pequeño.
Quedan otros
daños que podrían señalarse sobre la píldora
del día después, como los peligros para la salud de
la mujer, que “bombardea” su cuerpo con sustancias que buscan
que el organismo no funcione bien. Pero el daño más
profundo, el más grave, el que puede dejar secuelas días,
meses, y años, es esa duda, esa incerteza que puede asomarse
una y otra vez: ¿habré matado a mi hijo?
Con una educación
seria y objetiva al amor y a la responsabilidad, la anticoncepción
de emergencia dejará de ser un producto tristemente famoso
en el mercado. En su lugar, habrá más jóvenes
valientes y decididos a tomar en serio el amor y a evitar relaciones
sexuales antes del matrimonio. Habrá esposos que vivirán
su entrega mutua no con miedo al hijo, sino con esperanza para que,
si Dios así lo quiere, ningún pequeño sea excluido
en la casa de sus propios padres. Habrá compañías
farmacéuticas dedicadas a servir a la vida y a ayudar a la
maternidad, y no orientadas a la muerte de los embriones. Habrá,
en definitiva, un mundo más justo y, sobre todo, más
decidido a amar, a acoger, a servir a quienes llenan de alegría
nuestra tierra maravillosa: a los hijos, que son también hijos
amados por el Dios de la vida.
Fernando Pascual,
L.C.