Es lo más
normal del mundo que existan conflictos en la vida matrimonial. Como
también debería ser normal superar esos conflictos con
una buena dosis de amor.
En el noviazgo
la pareja empieza a descubrir puntos de vista, deseos y proyectos
diferentes, a veces incluso contrapuestos. Después del matrimonio,
el esposo y la esposa conservan su modo de ver las cosas, sus opiniones,
sus proyectos, sus decisiones profundas. A la vez, surgen nuevas situaciones,
se producen cambios en el corazón de las personas: comienza
un periodo de tensiones y conflictos más profundos.
Por ejemplo,
pocos meses antes de casarse unos novios no se ponían de acuerdo
respecto al uso de la casa que estaban comprando en común.
El novio era asistente de vuelo, y pasaba bastantes días fuera
de su ciudad. Los dos discutían una y otra vez sobre qué
hacer cuando él saliese de viaje. Ella no quería quedarse
sola en la casa y pensaba irse a vivir, durante los días de
ausencia del futuro esposo, a casa de sus padres. En cambio, él
decía que la casa debe tener siempre a alguien, que el hogar
es el hogar donde se vive, y que ella debía permanecer allí
aunque se encontrase sola.
Otro caso, muy
frecuente, es el de esposos que no se ponen de acuerdo sobre si abrirse
o no abrirse a la llegada de un nuevo hijo. Unas veces es ella quien
lo desea, mientras él se opone. Otras veces es al revés:
el esposo sueña con un nuevo bebé en casa, y ella no
se siente con fuerzas o no lo ve oportuno “por ahora”.
Son dos casos
entre los miles que ocurren cada día entre los muros domésticos.
Otras veces el desacuerdo vierte sobre cosas pequeñas: la intensidad
de la luz de noche, el canal de televisión que es mejor para
los padres o para los hijos, el lugar de paseo para este domingo...
Pequeños
y grandes conflictos se suceden, día a día, entre los
esposos. En algunos casos, esos conflictos llegan a desgastar la vida
de pareja y llevan a tensiones y rabias profundas, a peleas, a separaciones.
Existen cursos,
artículos, libros, centros de asesoría familiar, que
ofrecen herramientas para afrontar y superar estas situaciones. Se
dan consejos para aprender técnicas de diálogo, o para
relativizar el propio punto de vista para integrarlo en uno superior,
o para construir un modo de convivencia en el que de modo realista
a veces ceda ella y otras veces ceda él, etc.
Las técnicas
y los libros son de gran ayuda. Pero hace falta ir más a fondo
y preguntarse si los esposos realmente han asumido, como parte esencial
de la vida matrimonial, el compromiso de crecer cada día en
el amor mutuo.
Lo propio del
amor es precisamente descentrarse, ponerse uno mismo a un lado para
buscar el bien del otro por encima incluso de los deseos más
profundos. La armonía de pareja llega a niveles de belleza
insospechada cuando los dos viven en esa actitud de amor verdadero
y, por lo mismo, son capaces del sacrificio por el bien del otro.
Ella, entonces,
se desvive por su esposo, estudia sus gustos, busca maneras de hacerle
feliz, trabaja para que sienta cada día más dicha al
llegar a casa. Por su parte, él hace lo mismo, con sorpresas
y gestos de cariño que dejan a la esposa sorprendida ante quien
vive como novio fresco y apasionado.
En ese contexto
de amor mutuo se comprende la belleza de la apertura a la llegada
de cada hijo. El hijo que empieza a vivir en un hogar enamorado es
acogido como corona, como plenitud, de un amor que no se limita al
“tú-yo”, sino que transciende el “nosotros”
en la fecundidad, en la apertura al maravilloso regalo de Dios, al
hijo.
Juan Pablo II
lo explicaba de un modo sintético y claro en el n. 10 de la
Carta a las familias (2 de febrero de 1994): “Las palabras del
consentimiento matrimonial definen lo que constituye el bien común
de la pareja y de la familia. Ante todo, el bien común de los
esposos, que es el amor, la fidelidad, la honra, la duración
de su unión hasta la muerte: «todos los días de
mi vida». El bien de ambos, que lo es de cada uno, deberá
ser también el bien de los hijos. El bien común, por
su naturaleza, a la vez que une a las personas, asegura el verdadero
bien de cada una”.
Las diferencias
de opinión, las maneras distintas de juzgar las cosas, no desaparecerán
en esta perspectiva, es verdad. Pero uno aprende a ver su criterio
no como algo a defender a cualquier precio, sino como algo que es
transformado en un nivel superior, donde la propia “realización”
cede el paso a la entrega al otro (a la otra) y a la fecundidad esponsal
que culmina en cada uno de los hijos.
Además,
en el dinamismo de quienes, por amor, buscan siempre antes el bien
ajeno que el propio, ¿no es posible crear un clima de diálogo
donde expresar el propio punto de vista implica sentirse escuchado,
acogido, comprendido, incluso casi hasta el extremo en que la otra
parte cede con el deseo de contentar al amado? Habrá veces
en que las dos partes expongan sus diferentes apreciaciones, pero
buscarán en común aquello que sea mejor para todos (para
los esposos, para los hijos).
Las familias
cristianas, de modo especial, rezarán y renovarán cada
día un amor que une a los esposos entre sí y con Dios.
Cuando Dios entra en la vida de la familia, los pequeños o
grandes problemas de la jornada son vistos con una óptica mucho
más profunda y más serena, porque el Amor ha llegado
a ser el centro del hogar.
El horizonte
del amor permite, por lo tanto, vivir más allá del conflicto.
Habrá en ocasiones momentos de tensión, pues todos somos
seres humanos y el egoísmo nos acompaña como lastre
incómodo desde que nos levantamos hasta que nos acostamos.
Pero el amor permitirá superar esos momentos con una palabra
de reconciliación y con el esfuerzo por volver al diálogo
sereno y constructivo, en la búsqueda del mejor bien del ser
amado que es, en definitiva, el mejor bien para toda la familia.
http://www.fluvium.org/textos/familia/fam955.htm