Un aplauso muy sonoro y prolongado merecen los psicólogos
colombianos. Porque han determinado que a ninguno de ellos se lo llame «doctor»,
sino, sencillamente, lo que son: Psicólogos. ¡Qué buena decisión! El ejemplo
amerita que sea seguido al pie de la letra por otras tantas agremiaciones de
profesionales que existen en el país; y también, individualmente, por todos los
demás colombianos. Es una determinación que decanta lo banal y se circunscribe a
la sencillez; así debería proceder el ser humano en todo. No son los títulos,
que parecieran concitar «engrandecimiento» y vanagloria, los que hacen
importante o valiosa a una persona; al revés, son sus muestras de sencillez
profunda.
Este ejemplo de los psicólogos cae
muy bien en nuestro país, donde se le rinde pleitesía a la «doctoritis» de forma
tan ilimitada que «a cualquiera le dicen doctor». Aquí, a todo aquel que se
atreva a pisar los predios de una universidad lo llaman «doctor»; aunque, a
veces, sus conocimientos y su conducta dejen mucho que desear. Esa arrogancia
que muchos transpiran, hasta el colmo de auto llamarse doctores cuando hablan
delante de otras personas, no produce los efectos que ellos creen; al contrario,
generan un concepto de personas prevalidas de engreimiento y petulancia, con
auto animación por el egocentrismo. ¡Abundan quienes se vuelven empalagosos y
antipáticos!
Recuerdo el día en que una contadora pública, a la
que yo visitaba, con aire insuflado de vanidad excesiva contestó al teléfono de
su oficina en ausencia de la secretaria. «Buenas tardes, habla la doctora
fulana», dijo, sin grisma de rubicundez. Mientras le proporcionó una información
a quien llamaba, la consideré prepotente al extremo; y me dediqué a pensar en
eso que los psicólogos han decidido: eliminar la palabrita doctor del lenguaje
de todos los profesionales universitarios, para que aterricen; para que caigan
en la cuenta que es la humildad la que genera aplausos, al lado de
demostraciones preclaras de sus capacidades para ejecutar aquellas tareas de las
que tanto se ufanan muchos y que, a veces, dejan sospechas de cómo sería que
alcanzaron la cartulina de la universidad por la que se dicen «doctores». Porque
abundan esos especímenes: proclaman la «doctoritis aguda» por doquier, pero sus
talentos y capacidades clasifican para la sección «en espera».
A la plausible iniciativa de los psicólogos colombianos deberían
unirse los congresistas, diputados y concejales. Ellos, que tanto desprestigio
han cultivado a su alrededor por las oscuras maniobras que todos conocemos,
deberían llamarse, sencillamente, señores; y demostrar que lo son, o por lo
menos que dejen un indicio de que están trabajando para serlo. Porque el título
de «honorables» que ellos se autorregalan para aumentar el aire de agrandamiento
(« ¿Usted no sabe quién soy yo?») Con que se pavonean de un lado a otro, no
tiene ni razón de ser ni un tris de verosimilitud. ¡La honorabilidad está lejos
de su entorno!
El más dignificante título que
un hombre puede exhibir y llevar con decoro a diario es el de señor. Cuesta
mucho conseguirlo. No se trata de confirmar por fuera que se es de sexo
masculino, como se cree. Eso es vano. Señor es el resultado de todo un proceso
de formación humana; un conjunto de virtudes y actitudes tales que no dejen
traslucir comportamientos zafios y detestables. Y, claro, para que las damas no
se sientan discriminadas o excluidas también a ellas les cabe el título de
señoras. ¡Aunque no todas sepan llevarlo con gallardía!
En México
y Venezuela a los profesionales universitarios se los llama licenciados. Y
punto. Nada de engreimientos. Y eso no les resta importancia a sus profesiones,
¡ni nadie cae en desgracia porque no le digan doctor! Qué bueno fuese que a los
psicólogos colombianos, que eliminaron el vocablo doctor de su entorno, los
emularan también abogados, contadores públicos, sociólogos, trabajadores
sociales, economistas, administradores de empresas, arquitectos, ingenieros y
demás. Podría ser un principio para retomar el camino que conduce a ser humanos,
¡simplemente humanos!
En la época en que el abogado
Roberto Cadena Arenas fue alcalde de Bucaramanga, él hacía que yo sintiera más
aprecio por mi actividad profesional, pues tenía la sana costumbre de saludar
mentando, precisamente, la profesión del saludado: « ¡Hola, periodista!», decía
con gran entusiasmo y sin una pisca de ironía. Era un sincero saludo para la
humilde condición laboral del ser. Dejemos el vocablo doctor solamente para así
llamar a quien ha recibido el “último y preeminente grado académico que confiere
una universidad u otro establecimiento autorizado para ello”, como lo define el
diccionario. Porque, recordemos, esa palabra se les endilga muchas veces a
ciertas personas ¡para insultarlas!
Periodista autónomo
Talleres de escritura - Corrección de textos
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Bucaramanga -
Colombia
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