El Chaco ardía en el algodonal. Mediaba
enero, y Ciriaco se había levantado muy temprano a fin de aprovechar el fresco
de la mañana para pegar la última carpida al tabloncito de algodón que tenía en
un claro del monte, como a siete cuadras de las casa. Comenzaban ya a preñarse
los capullos tratando de reventar en una mano abierta que regalaba la blanca
fibra.
Serían cerca de las
once de la mañana. Estaba con la azada en la mano desde las cinco, y ahora el
cansancio se desparramaba por su cuerpo lo mismo que el sudor que lo
deshidrataba dejándole huellitas de sal al secarse. Tenía sed y esperaba llegar
cuando antes a su rancho para refrescarse bajo el chorro de agua de la bomba y
beber después despacio y a sorbos lentos. Conocía los peligros del agua fresca
para el que la bebe con ansia y con el cuerpo recalentado por las faenas del
campo.
Decidió acortar el
camino. En lugar de hacerlo por la huella que bordeaba un rastrojo viejo lleno
de malezas, lo cortó derecho por entre los yuyos altos y la gramilla espesa. Con
la azada al hombro, y arrastrando a medias sus viejas alpargatas, trataba de
avanzar por entre el malezal donde el año anterior había tenido la chacra. Iba
distraído de lo que hacía y concentrado en lo que le esperaba. Ni tiempo tuvo de
darse cuenta, cuando sus pies tropezaron en un gran bulto que estaba escondido
entre el pastizal.
No hubo manera de
evitar la costalada. Instintivamente arrojó a un lado la azada, para no
lastimarse con ella, y dejó que el cuerpo cayera lo más flojo posible, para
evitar quebraduras. Se dio un tremendo golpe que apenas si lograron mitigar las
ramas del yuyo colorado que lo recibió, junto con algunas rosetas traicioneras.
Desde adentro le nació la necesidad de desahogarse con una maldición. ¡Lo que le
faltaba al día!
Pero se contuvo. Si
había tropezado, con algo sería. ¿Y si aquello fuera una sandía? Se puso de pie,
y recogiendo la azada, fue despejando el lugar donde terminaban las huellas de
sus pisadas y comenzaba la de su cuerpo. Y efectivamente, allí entre la gramilla
alta y los yuyos frondosos, estaba una hermosa sandía con la guía medio seca.
Pesaba como veinte kilos. Seguramente alguna semilla de la cosecha anterior
había germinado entre el rastrojo, y ahora le ofrecía su fruto de la única
manera que tenía: poniéndoselo delante de sus pies.
A pesar del
cansancio, del calor, y de su cuerpo dolorido por la caída, cargó con cariño la
sandía sobre sus hombros y con cuidado completó la distancia que lo separaba de
su rancho. Y mientras de antemano saboreaba la sorpresa que le daría a su
patrona, se iba diciendo a sí mismo:
-
¡No hay tropiezo que no tenga su parte aprovechable!
Anthony de Mello
S.J. cuenta en la página 205 de su libro El Canto del Pájaro: "Desde lo
alto de un cocotero, un mono arrojó un coco sobre la cabeza de un sabio. El
hombre lo recogió, bebió su dulce jugo, comió la pulpa y se hizo una taza con la
cáscara.
Mamerto
Menapace
Monje y Escritor
Argentino
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