La vida a veces
nos vapulea. Subimos, bajamos, estamos bien y al rato nos tienen que
sacar del cubo de la basura. Hoy compramos un billete para ir de vacaciones
a tal lugar, y mañana quisiéramos romperlo para quedarnos
más tiempo con la familia o los amigos.
Nuestras decisiones
tienen muchos ingredientes. Análisis fríos, emociones
calientes, presiones de los de casa o en el trabajo, intuiciones y
miedos: todo se mezcla y, de repente, decidimos.
Pero las decisiones,
muchas veces, hacen agua por todos lados. O porque escogimos una tontería,
o porque empezamos a hacer algo que no nos gusta, o porque los demás
nos miran con los ojos asombrados: “¿de verdad quieres
pintar el techo de color violeta?” Lo que ayer parecía
tan claro (o tan emocionante) hoy lo vemos como algo aburrido, monótono,
incluso absurdo.
Otras veces nos
atrincheramos detrás de lo decidido, contra todo y contra todos.
Somos como esos japoneses que, después de la rendición
de su país, seguían luchando en alguna isla del Pacífico
contra enemigos reales o imaginarios. De nada sirve ni el consejo
de un amigo, ni lo que diga la esposa o el esposo, ni las quejas de
los niños: “se hace lo que digo yo, y basta”.
Mientras las
decisiones tocan aspectos más o menos marginales de nuestra
vida, estas situaciones se pueden aguantar con un poco de paciencia.
Pero cuando la decisión llega a cosas más serias, a
veces se cometen errores monumentales, que pueden implicar un daño
grave para otras personas.
Cuando en un
matrimonio, por ejemplo, él o ella gritan un día de
discusiones: “Me marcho” o “te marchas”, se rompe
una unión que había iniciado hace más o menos
tiempo con una promesa de amor “para siempre”. Es verdad
que en algunos casos dos personas nunca deberían haberse casado.
Pero también es cierto que, si la gente sabe lo que hace (al
menos así debería ser), el sí matrimonial vale
en las buenas y en las malas, en la salud y en la enfermedad, cuando
él o ella empiezan a cambiar porque el tiempo no perdona...
En algunos ambientes
sociales cunde una epidemia de “divorcitis”. Parece que,
para algunos, la mejor manera de arreglar los conflictos sea el portazo,
terminar con todo y reempezar en otro lado, a ver si ahora hay más
suerte. Algunos se ciegan tanto que ni los hijos, ni los buenos momentos
del pasado, ni el amor verdadero con el que se inició el viaje
de bodas, son capaces de frenarlos. Ven sólo defectos, tensiones,
traiciones y rabias, y no imaginan que existan soluciones más
profundas, caminos para arreglar conflictos en familia, “medicinas”
(el cariño hace milagros) para reiniciar a vivir en armonía,
a pesar de todo lo que haya podido ocurrir hasta este momento.
En el matrimonio,
y no sólo en el matrimonio, hay que pensar y hay que decidir
de otra manera. No basta con usar el coctel de la propia subjetividad
(sentimientos, ideas, miedos y esperanzas). Es necesario abrir fronteras
y dejar que el otro hable, se exprese, entre en la propia vida. Un
matrimonio que dialoga, en el que cada uno se pone en el lugar del
otro o de la otra, tiene muchas garantías de triunfo. Un matrimonio
de “francotiradores”, en el cual cada esposo se atrinchera
en sus razones (¡y muchas veces uno tiene la razón!),
sin dejar espacio al cariño, al perdón, a la escucha
de las opiniones del otro, tiene casi todos los ingredientes para
terminar en un tribunal de divorcios, si es que no acaba antes en
una comisaría de policía...
Cuando unos jóvenes
inician el noviazgo viven en un ensueño de amor y de esperanza.
Es necesario, sin embargo, que coloquen delante de sus ojos (y no
hay que mirar muy lejos, por desgracia) los mil peligros que les acompañarán
en el camino de la vida matrimonial. Las decisiones que valen se construyen
desde lo más profundo de la persona, desde el corazón
que acoge con amor sincero a él o a ella. Sin estas disposiciones,
iniciar la aventura de la boda es un riesgo tan grande como querer
subir el Everest sin bombona de oxígeno: tarde o temprano llega
el momento de la asfixia y la derrota...
La solución
a la epidemia del divorcio (y, en general, a la inseguridad de tantas
decisiones de la vida) está en la formación de personalidades
equilibradas y realistas, sencillas y enamoradas. Las crisis de tantas
decisiones (matrimoniales, de carrera, de trabajo) nacen precisamente
cuando cada uno vive según su capricho, sin fundamentos, sin
un amor profundo. Por el contrario, cuando uno sabe amar por encima
de sus intereses o, mejor, descubre que su principal “interés”
es el bien del otro, la cosa empieza a ser muy distinta. Se abren
horizontes insospechados, y la fidelidad es posible, a pesar de los
momentos de dificultad por los que todos pasamos.
La vida está
llena de subidas y de bajadas. Queda lo que ha sabido fundarse sobre
roca, lo que ha usado un buen cemento. Lo demás pasa, se desvanece,
como un castillo de arena en la playa. El amor es algo hermoso y serio.
Lo sabemos quienes hemos tenido la gracia de ver a nuestros padres
fieles, felices, en las buenas y en las malas. Lo saben quienes sufren
porque un día llegaron a la triste experiencia del divorcio
(en sus padres o en carne propia).
Siempre es tiempo
para cambiar. No basta con esperar a que el otro dé el primer
paso. Un corazón herido tiene energías, mientras viva,
para reiniciar la aventura del amor con nuevos bríos, si sabe
perdonar y pedir perdón. No es fácil: no se puede volver
a amar como en el noviazgo después de todo lo que haya podido
ocurrir entre dos corazones ya maduros y, tal vez, chamuscados. Pero
se puede amar con más realismo y con más profundidad.
Un amor rehecho sobre ruinas también puede ser hermoso, si
los dos quieren...
Fernando Pascual,
L.C.
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