“No hay
nada más misterioso que un recién nacido”. Así
se expresaba un novelista contemporáneo frente al conjunto
de llantos y balbuceos que observamos en todo bebé en sus primeros
momentos de “vida pública”. Queda atrás la
experiencia misteriosa, vivida a solas con la madre (pero no sin la
participación del padre), de los nueve u ocho meses de embarazo.
Lo que está claro es esto: si antes la madre era la gran protectora,
incluso de un modo pasivo o inconsciente, del desarrollo fetal, ahora
entran en juego más personas, más vientos, más
virus, más alimentos, más amores y... más peligros.
La vida de todo
hombre y mujer se desarrolla, durante muchos meses y años,
bajo la mirada atenta de familiares, educadores, vecinos, amigos.
El niño descubre nuevos rostros, nuevos juguetes, animales
simpáticos o peligrosos, cajas que esconden misteriosos tesoros
o televisores con imágenes que se mueven a una velocidad incontenible,
juegos electrónicos divertidos y realidades crudas, difíciles,
incomprensibles. Así van pasando los días, los meses,
los años. Si el ambiente es sano y lleno de cariño,
ayudará al crecimiento de un niño física y psicológicamente
normal. Si el ambiente, en cambio, está lleno de conflictos,
discusiones, peleas, castigos injustificados, subalimentación,
engaños, recriminaciones continuas, sufrirán la mente
y el corazón del hijo que quiere adaptarse de la mejor manera
posible a la vida familiar, pero que no puede hacerlo bien por los
defectos de una atmósfera dañina a su propia formación.
Desde luego,
todos los padres y madres buscan ofrecer a sus hijos lo mejor, pero
no siempre dan en el blanco. Hoy será un despiste respecto
de la hora de dar el biberón. Mañana será el
dejar encendida la televisión con un programa inconveniente
para la psicología de un niño demasiado pequeño.
Otro día será una pequeña discusión entre
los papás en presencia de ese pequeño habitante de casa
que todo lo ve y que capta mucho más de lo que podamos imaginar...
La acción
pedagógica más correcta es aquella que toma las decisiones
desde una posición de amor, de cariño, de respeto. Un
niño puede tener padres exigentes que lo aman, y, por ese amor,
la exigencia será más humana y el hijo tendrá
más facilidad en aceptarla. Un niño puede tener padres
“bonachones” y permisivos, pero carentes del verdadero afecto
que se preocupa y que sigue los pasos de su pequeño (y del
hijo que ya empieza a crecer): esa libertad que recibirá el
niño y adolescente, fuera de un contexto de amor, dañará
su psicología y facilitará los vicios y desorientaciones
que luego lamentaremos toda la vida.
Así que
la receta en esto, como en todo, consiste en el amor. El amor indicará,
en cada momento, si conviene ahora una cara severa o una sonrisa de
comprensión y de perdón. El amor sostendrá el
mundo interior que el niño, como el adulto, forma y desde el
cual cree que vale la pena vivir. El amor, en definitiva, será
la única fuerza que sostendrá a quien será un
día un hombre o mujer joven y responsable, en la hora del dolor
y de la traición, para seguir luchando, pues quien ha sido
amado sabe que tiene mucho que amar. Y que hay poco tiempo para hacerlo...
Fernando Pascual,
L.C.
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