El aborto mata. En una
clínica o en el propio hogar, a través de pastillas o con instrumentales
“médicos”, hay quienes deciden terminan con vidas diminutas, pequeñas,
indefensas, hambrientas de cariño.
El
aborto mata a miles, millones de embriones y fetos. Los mata precisamente en el
seno materno, en un rincón maravilloso en el que todos los adultos hemos
transcurrido los primeros meses de nuestra vida humana. Los mata muy cerca del
corazón de sus madres: madres que deciden libremente o que son obligadas a
acabar con la vida de sus hijos.
El
aborto mata, por eso mismo, a multitud de madres. No con una muerte física, no
con heridas corporales. La mujer sabe, mejor que nadie, que quien vive en su
seno es un hijo. Un hijo pobre y débil, un hijo necesitado de calor, de alimento,
de protecciones, de cariño. Un hijo que avanzaba, de etapa en etapa, hacia el
día estupendo de un parto magnífico. Un hijo que no llegará nunca a abrazar a
su madre...
Una
madre, al abortar, ve surgir dentro de sí un dolor inmenso que corroe el alma.
Porque tal vez la engañaron al decirle que el aborto era algo sencillo, que no
pasaba nada, que el embrión no merecía ningún respeto. Porque, a pesar de tanta
mentira, el recuerdo de haber permitido la eliminación del hijo queda como una
marca profunda, imborrable, trágica.
Las
mujeres que han abortado llevan consigo una pena profunda, que es de ellas y
que es, en cierto sentido, de toda la sociedad. Su dolor implica a las
autoridades públicas, a los profesionales de salud, a la sociedad entera que no
sólo no fue capaz de ayudar a estas madres en un momento difícil, sino que
incluso promovió leyes y abrió clínicas donde el aborto fuese “fácil” y
“seguro”...
El
aborto, por lo tanto, nos mata un poco a todos. Sobre todo, al personal sanitario.
Si hay algo específico de la profesión médica es precisamente el estar
orientada a la protección de la vida, el compromiso por ofrecer cuidados al
enfermo, la acogida respetuosa de cada ser humano en las distintas etapas de la
vida.
Especialmente
los ginecólogos saben lo hermoso y bello que es acompañar a unos esposos, a una
madre, en los distintos meses de embarazo. Por eso también saben cuánto pueden
hacer para proteger al embrión y al feto, cuánto animan y apoyan a la madre en
los momentos difíciles. Pero si un ginecólogo queda contagiado por la
mentalidad abortista, o incluso si llega a cometer el crimen del aborto,
traiciona su vocación al aceptar una injusticia asesina: permite que muera en
su propia conciencia el respeto a la justicia y a la ética médica.
El
aborto es uno de los crímenes más terribles que hiere a la sociedad de nuestro
tiempo. No podemos pensar que un estado sea justo si admite, si legaliza, si
financia la eliminación del hijo no nacido. No podemos vivir tranquilos si
quizá en la propia ciudad, una o varias veces por semana, un grupo de mujeres
pasan, en silencio, entre lágrimas, ante un equipo médico decidido a terminar
rápido con la vida de hijos indefensos.
Todos
estamos llamados a romper el silencio ante la injusticia que ha permitido ver
como normal uno de los crímenes más terribles. Sobre todo, estamos llamados a
promover familias y sociedades abiertas al respeto y, sobre todo, al amor. Sólo
entonces tendremos democracias auténticas y justas, sociedades capaces de
proteger el tesoro más hermoso que acoge cada mujer en el camino de su vida: la
llegada de un hijo amado. Un hijo que, desde el cariño recibido, podrá también
un día devolver amor a quienes se lo ofrecieron en esos magníficos meses
vividos en el seno materno.
Fernando Pascual, L.C. AutoresCatolicos.org
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