Todos los padres quieren a sus hijos, pero no todos los saben querer.
A veces los sobreprotegemos y no les dejamos crecer. Sin darnos cuenta
convertimos nuestro amor a los hijos en un proteccionismo excesivo y,
entonces, los agobiamos, no les dejamos tomar sus propias decisiones ni
equivocarse, ponemos freno a su desarrollo personal y hacemos de ellos
unos inmaduros consentidos.
Queremos lo mejor para nuestros hijos, y quizá aquí esté el error. No
se trata tanto de querer lo mejor, sino su bien. Se dice que lo mejor
es enemigo de lo bueno y en este caso se suele cumplir, porque “lo
mejor” acostumbra a ser lo mejor para nosotros, no para ellos: comprarle
un helado a un niño que monta una rabieta en plena calle puede ser “lo
mejor” para evitar problemas, pero no es bueno para su educación. El
camino fácil no es siempre el mejor camino. Lo fácil es, por ejemplo,
hacerles la cama: ganamos tiempo y no tenemos que enseñarles a hacerla
ni pelearnos con ellos, pero a la larga los estaremos convirtiendo en
unos comodones.
En general, ponemos demasiado corazón y poca cabeza. Cargamos el amor
de excesivo sentimentalismo y lo convertimos en cariño. Es el cariño el
que hace ciego al amor. Y muchos hijos resultan “víctimas” del amor
ciego de sus padres: comienzan aprovechándose de sus privilegios y
acaban reclamando más exigencia y menos proteccionismo. Sabemos que
tienen que pasar por malos tragos y que sólo así aprenderán a
superarlos, pero no queremos verles sufrir porque, en el fondo, no
queremos sufrir nosotros.
El proteccionismo de los padres no deja crecer a sus hijos y es, en
ese sentido, un impedimento educativo. Así, se crean personas
dependientes e inmaduras, que temen al futuro, incapaces de decidirse y
que se resisten a crecer. Esos padres tienen la falsa idea de que
protegen más y mejor a sus hijos si los encierran en una urna de
cristal. Pero la urna se acaba rompiendo tarde o temprano. Suele ser en
la adolescencia cuando se quiebra y cuando uno se halla totalmente
desvalido, porque toda la protección que ha recibido se ha hecho añicos y
ya no resulta efectiva. Cuando el adolescente que ha estado
sobreprotegido choca con la realidad, lo hace sin prevenciones, porque
nadie le ha enseñado a caer, entonces se ve obligado a crecer de
sopetón, lo cual no es una buena forma de crecer.
Para dejarles crecer y fomentar que nuestros hijos maduren, podemos tener en cuenta estas ideas:
- Proteger a nuestros hijos no significa encerrarlos en una burbuja. Quizá sea más fácil para nosotros, pero, a la larga, no lo es para ellos.
- Ir dándoles pequeñas responsabilidades según la edad puede ser el comienzo de su autonomía.
- Tratarlos como “mayores”, no como unos niños grandes. Debemos tratar a los hijos no como lo que son sino como lo que nos gustaría que fuesen.
- Dejar que se equivoquen y aprendan de sus errores. No se trata de aprender a golpes, sino de que vayan ejerciendo su libertad.
También debemos ayudarles a:
- Aceptar la realidad tal como es no tal como se la imaginan.
- Vivir abiertos a los demás.
- Asumir las propias frustraciones.
- Tener sentido del humor.
- Aceptarse como se es.
- Actuar con capacidad crítica, siendo capaces de evitar tanto el gregarismo como el individualismo.
- Respetar otros puntos de vista.
- Asumir deberes y obligaciones sociales.
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