Hay dos modos
opuestos de ver a un hijo. El primero consiste en verlo como una posesión,
como un resultado, como “algo” que satisface los deseos
de sus padres. El segundo consiste en verlo como un don maravilloso
que pide cuidado, cariño, ayuda, amor.
En el primer
modo, el hijo nace sólo si los padres lo “programan”.
A veces los esposos deciden esperar años y años para
determinar cuándo y cuántos hijos desean tener. Si “por
error” inicia un embarazo fuera del programa, muchos recurren
al aborto: ese hijo que iniciaba a vivir no encajaba en el plan de
sus padres, y por eso su vida no “valía nada”.
Cuando esos padres
deciden tener al hijo, lo acogen en tanto en cuanto llega cuándo
quieren y cómo quieren. El cómo, sin embargo, a veces
produce sorpresas. El diagnóstico prenatal descubre defectos
o un sexo no previsto. En esos casos, el aborto nuevamente se convierte
en una triste opción de muchos padres. Otras veces nace el
hijo, y al descubrir en él aspectos no deseados, disminuye
la estima de sus padres, o se produce un extraño sentimiento
de fracaso, como si el hijo valiese sólo si superase un test
de cualidades, como si su vida sirviese para satisfacer los deseos
de los mayores.
El otro modo
de ver al hijo es radicalmente distinto. El hijo no es una posesión,
ni un resultado previsto, ni un objeto que se acepta o se rechaza
según sus propiedades. En esta perspectiva el hijo vale por
sí mismo, sin condiciones, sin límites.
La noticia del
embarazo, inicie cuando inicie, llena de alegría a los esposos,
que se saben bendecidos por un Dios que les encomienda el cuidado
de una nueva vida. El hijo es mucho más que una posesión:
es una persona, es un tesoro, es una vida que empieza en el tiempo
y que está llamada a lo eterno. Es, ciertamente, hijo de los
propios padres. Pero también es hijo de Dios.
Ese niño
nace, por lo tanto, en un hogar que lo acoge. Vivirá por un
tiempo, poco o mucho, lo que Dios disponga. Un día partirá
a formar otro hogar, o será llamado por Dios a su abrazo eterno.
Duele, desde
luego, el ver que los hijos salen del hogar. Pero cada uno tiene ese
tesoro de su libertad, y vive, como cada ser humano, en las manos
de Dios. Lo que Él disponga será siempre lo mejor. Los
padres lo saben, y por eso se sienten ministros muy valiosos en la
transmisión del regalo de la vida, en la tarea de educar a
cada hijo para mostrarle el camino del bien, del amor y la justicia.
Se trata, en
resumen, de dos modos distintos de valorar a los hijos. Dos modos
antitéticos que muestran el misterio profundo de la libertad
de cada ser humano. Ser padre, ser madre, nunca será fácil.
Pero es hermoso serlo con un cariño sin límites, sin
condiciones, abierto a cualquier hijo que empiece a existir.
Desde la fe y
la confianza sabemos que la vida es siempre un don maravilloso que
viene de Dios. Dios es Amor. Por eso pide que amemos a cada uno de
los hijos, que son el don más hermoso que Dios ofrece a los
humanos.
Fernando Pascual,
L.C.
|
http://www.fluvium.org/textos/familia/fam905.htm
No hay comentarios:
Publicar un comentario