Cuando un amigo
nos da un sobre y nos dice: “llévalo, por favor, a mi
padre”, no estaremos tranquilos hasta que el sobre llegue a su
destino. Nos han encomendado algo, nos han confiado un encargo, no
sabemos si es importante o no, pero hay que cumplirlo.
Resulta curioso
pensar que también una persona pueda ser “encomendada”
a otra. Pero si nos ponemos a reflexionar, la cosa no es tan extraña,
pues hay seres humanos encomendados a otros seres humanos.
El niño
está “encomendado” a sus padres. Ellos cuidan de
él, lo protegen, lo apoyan, lo inician en los primeros elementos
del lenguaje y de la vida. Llegará el día en el que
los padres, ya ancianos, estarán “encomendados” a
sus hijos, y éstos cuidarán de ellos y los atenderán
de la mejor manera posible. Los niños en la escuela están
“encomendados” a la acción constante e incansable
de los maestros (aunque hay niños capaces de hacer perder la
paciencia no sólo a los maestros más competentes, sino
incluso a los que aguantan casi todo...). Los médicos deben
responsabilizarse de los enfermos que tienen “encomendados”,
y lo mismo los jefes de empresa, y los políticos, y...
Por eso es posible
decir que los hombres están confiados, están encomendados,
los unos a los otros. Pero, de un modo especial, los hombres están
encomendados a las mujeres.
No es una idea
original. Se puede encontrar en una carta poco conocida del Papa Juan
Pablo II, escrita en 1988: La dignidad de la mujer. Allí podemos
leer que “es cierto que el hombre ha sido confiado a cada hombre,
pero lo ha sido en modo particular a la mujer, porque precisamente
la mujer parece tener una específica sensibilidad -gracias
a su especial experiencia de su maternidad- por el hombre y por todo
aquello que constituye su verdadero bien, comenzando por el valor
fundamental de la vida”.
Sí: sólo
las mujeres pueden tener la experiencia de llevar, debajo de su corazón,
la existencia de los millones de personas que levantamos el polvo
de nuestras ciudades y campos. Cada uno de nosotros ha vivido esa
experiencia muy particular de estar totalmente en manos de nuestras
madres, de sentir un amor que los padres tienen que aprender precisamente
de las madres. El que hayamos estado “encomendados” a ellas
fue posible porque, en cierto sentido, ellas también se sintieron
realizadas, plenas, felices, cuando nos acogieron.
Es cierto que
no faltan casos de embarazos peligrosos, de niños que nacen
en un momento difícil para la familia, o de diagnósticos
prenatales que anuncian una terrible enfermedad en quien está
caminando hacia el día esperado de su nacimiento. Pero ese
es el misterio de la “encomienda”: un nuevo niño
o niña llama al corazón de sus papás (especialmente
de la mamá), para gritar con sencillez: “aquí estoy,
me encomiendo a vosotros; ¿me acogéis?”
El mismo Juan
Pablo II completa esta idea. En la carta que recordamos antes, el
Papa recordaba que la paternidad es obra del hombre y de la mujer,
pero que es la mujer quien más “paga” por ella. Los
9 meses de embarazo son siempre una aventura inmensa, con sus sorpresas,
sus temores, sus alegrías. Y los primeros días del recién
nacido transcurren en una relación muy particular con su madre,
la cual es, para ese pequeño que vive de hambre, de lloros
y de curiosidad, el “ancla de salvación” más
importante.
Conviene, por
lo tanto, recordar que estamos “encomendados los unos a los otros”.
Pero, de modo especial, conviene recordar que estamos “encomendados
a la mujer”. Quizá ella, mejor que nadie, podrá
enseñar al mundo cómo llevar a cabo la tarea de ayudar
a los otros, de amar, de entregarse, de ser plenamente felices.
Sólo la
donación da felicidad. La mujer lo sabe mejor que el hombre.
Y todo hombre que quiera ser feliz, tendrá que volver otra
vez los ojos y el corazón, con humildad, hacia la mujer, para
aprender la ciencia más importante del mundo: la ciencia del
amor.
Fernando Pascual,
L.C.
http://www.fluvium.org/textos/familia/fam908.htm
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