...Quiero ahora dirigirme directamente a cada mujer, para reflexionar con ella sobre sus problemas y las perspectivas de la condición femenina en nuestro tiempo, deteniéndome en particular sobre el tema esencial de la dignidad y de los derechos de las mujeres, considerados a la luz de la Palabra de Dios.
El punto de partida de este
diálogo ideal no es otro que dar gracias.
«La Iglesia —escribía
en la Carta apostólica Mulieris
dignitatem— desea dar gracias a la Santísima Trinidad por
el "misterio de la mujer" y por cada mujer, por lo que
constituye la medida eterna de su dignidad femenina, por las
"maravillas de Dios", que en la historia de la humanidad se han
realizado en ella y por ella» (n. 31).
Dar gracias al
Señor por su designio sobre la vocación y la misión de la mujer
en el mundo se convierte en un agradecimiento concreto y directo
a las mujeres, a cada mujer, por lo que representan en la vida
de la humanidad.
Te doy gracias, mujer-madre, que
te conviertes en seno del ser humano con la alegría y los
dolores de parto de una experiencia única, la cual te hace
sonrisa de Dios para el niño que viene a la luz y te hace guía
de sus primeros pasos, apoyo de su crecimiento, punto de
referencia en el posterior camino de la vida.
Te doy gracias, mujer-esposa, que
unes irrevocablemente tu destino al de un hombre, mediante una
relación de recíproca entrega, al servicio de la comunión y de
la vida.
Te doy gracias, mujer-hija y mujer-hermana, que
aportas al núcleo familiar y también al conjunto de la vida
social las riquezas de tu sensibilidad, intuición, generosidad y
constancia.
Te doy gracias, mujer-trabajadora, que
participas en todos los ámbitos de la vida social, económica,
cultural, artística y política, mediante la indispensable
aportación que das a la elaboración de una cultura capaz de
conciliar razón y sentimiento, a una concepción de la vida
siempre abierta al sentido del « misterio », a la edificación de
estructuras económicas y políticas más ricas de humanidad.
Te doy gracias, mujer-consagrada, que
a ejemplo de la más grande de las mujeres, la Madre de Cristo,
Verbo encarnado, te abres con docilidad y fidelidad al Amor de
Dios, ayudando a la Iglesia y a toda la humanidad a vivir para
Dios una respuesta «esponsal», que expresa
maravillosamente la comunión que El quiere establecer con su
criatura.
Te doy gracias, mujer, ¡por
el hecho mismo de ser mujer! Con
la intuición propia de tu femineidad enriqueces la comprensión
del mundo y contribuyes a la plena verdad de las relaciones
humanas.
Deseo pues, queridas hermanas, que se reflexione
con mucha atención sobre el tema del «genio
de la mujer»,
no sólo para reconocer los caracteres que en el mismo hay de un
preciso proyecto de Dios que ha de ser acogido y respetado, sino
también para darle un mayor espacio en el conjunto de la vida
social así como en la eclesial. Precisamente sobre este tema, ya
tratado con ocasión del
Año
Mariano, tuve
oportunidad de ocuparme ampliamente en la citada Carta
apostólica Mulieris
dignitatem, publicada
en 1988.
La Iglesia ve en María la máxima expresión del
«genio femenino» y
encuentra en Ella una fuente de continua inspiración. María se
ha autodefinido «esclava del Señor» (Lc 1,
38). Por su obediencia a la Palabra de Dios Ella ha acogido su
vocación privilegiada, nada fácil, de esposa y de madre en la
familia de Nazaret. Poniéndose al servicio de Dios, ha estado
también al servicio de los hombres: un servicio
de amor. Precisamente
este servicio le ha permitido realizar en su vida la experiencia
de un misterioso, pero auténtico «reinar». No es por casualidad
que se la invoca como
«Reina del Cielo y de la tierra».
Con este título la invoca toda la comunidad de los creyentes, la
invocan como
«Reina»
muchos pueblos y naciones. ¡Su
«reinar» es servir! ¡Su servir es «reinar»!
En esto consiste el
«reinar»
materno de María. Siendo, con todo su ser, un don para el Hijo, es
un don también para los hijos e hijas de todo el género humano, suscitando
profunda confianza en quien se dirige a Ella para ser guiado por
los difíciles caminos de la vida al propio y definitivo destino
trascendente. A esta meta
final llega
cada uno a través de las etapas de la propia vocación, una meta
que orienta el compromiso en el tiempo tanto del hombre como de
la mujer.
En este amplio ámbito de servicio, la historia de
la Iglesia en estos dos milenios, a pesar de tantos
condicionamientos, ha conocido verdaderamente el
«genio de la mujer»,
habiendo visto surgir en su seno mujeres de gran talla que han
dejado amplia y beneficiosa huella de sí mismas en el tiempo.
Pienso en la larga serie de mártires, de santas, de místicas
insignes. Pienso de modo especial en Santa Catalina de Siena y
en Santa Teresa de Jesús, a las que el Papa Pablo VI concedió el
título de Doctoras de la Iglesia. Y ¿cómo no recordar además a
tantas mujeres que, movidas por la fe, han emprendido
iniciativas de extraordinaria importancia social especialmente
al servicio de los más pobres? En el futuro de la Iglesia en el
tercer milenio no dejarán de darse ciertamente nuevas y
admirables manifestaciones del
«genio femenino».
Que María, Reina del amor, vele sobre las mujeres
y sobre su misión al servicio de la humanidad, de la paz y de la
extensión del Reino de Dios.
SAN JUAN PABLO II
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