—Hay
mucha gente que no logra entender por qué Dios consiente que
tantos inocentes sufran. O por qué media humanidad pasa hambre.
O por qué Dios no arregla este mundo. Y por qué no lo
hace de una vez, ya.
No
parece serio echar a Dios la culpa de todo lo que se nos antoja que
no va bien en este mundo. "Son los hombres –decía
C. S. Lewis–, y no Dios, quienes han producido los instrumentos
de tortura, los látigos, la esclavitud, los cañones,
las bayonetas y las bombas. Debido a la avaricia o a la estupidez
humana, y no a causa de la mezquindad de la naturaleza, sufrimos pobreza
y agotador trabajo".
En muchas de
esas quejas que lanzan algunas gentes contra Dios, hay una lamentable
confusión. Consideran a Dios como un extraño personaje
al que cargan con la obligación de resolver todo lo que los
hombres hemos hecho mal, y, si es posible, incluso antes de que lo
hubiéramos hecho. Es como una rebelión ingenua ante
la existencia del mal, una negativa a aceptar la libertad humana.
Y, como consecuencia de ambas cosas, un cómodo echar a Dios
culpas que son solo nuestras.
En
vez de sentirse avergonzados, por ejemplo, por no hacer casi nada
por los millones de personas que cada año mueren de hambre,
se contentan –es bastante cómodo, realmente– con
echar a Dios la culpa de lo que, en gran medida, no es otra cosa que
una gran falta de solidaridad de quienes poblamos el mundo desarrollado.
¿Tendremos que pasarnos la vida –se preguntaba Martín
Descalzo– exigiendo a Dios que baje a tapar los agujeros que
a diario producen nuestras injusticias? Cuando tendríamos que
preocuparnos de resolver esa asombrosa situación por la que
unos no logran dar salida a sus excedentes alimentarios mientras otros
se mueren de inanición, y cuando parece que la mitad de la
humanidad pasa hambre y la otra mitad está con un régimen
bajo en calorías para adelgazar, es una pena que lo único
que se les ocurra –en vez de trabajar más, o ser más
solidarios, de una forma o de otra– sea echar en cara a Dios
que el mundo (en el que suelen olvidar incluirse, curiosamente) es
horrible.
Mucha gente parece
haber sido educada en la idea de que todo lo malo que sucede en el
mundo es culpa de otros. Y se dirigen a Dios como jueces y le reprochan
todo lo malo que hacen todos. En vez de dirigirse a Dios para pedirle
perdón de los propios errores, le increpan duramente, o como
mucho se esfuerzan para solo quejarse de que haya creado un mundo
tan injusto. Pienso que si una persona no comienza a analizar el mal
en el mundo comenzando por el propio, por los propios errores, por
todas las veces que no ha estado a la altura que debía, es
difícil que haga juicios claros de lo que sucede en el mundo
y sobre cómo arreglarlo. En cambio, si tiene valor para reconocer
sus errores, es sorprendente cómo se acierta en el blanco.
Podemos hacer
mucho por mejorar el mundo. No somos simples accidentes de la bioquímica
o de la historia, a la deriva en el cosmos. Podemos, como hombres
y mujeres con responsabilidad moral, convertirnos en protagonistas,
no en meros objetos o víctimas del drama de la vida.
—¿Pero
cómo es que Dios permite tanta persistencia nuestra en el mal?
¿Por qué no nos cambia y nos hace, efectivamente, más
solidarios?
La
bondad humana es el resultado libre del esfuerzo de quien, pudiendo
ser malo, no lo es. Y Dios ha dado al hombre un infinito potencial
de bondad, pero también ha respetado la libertad de ese hombre
–como hace, por ejemplo, cualquier padre sensato al educar a
su hijo–, y ha aceptado el riesgo de nuestra equivocación.
No es muy serio
decir que Dios tiene que cambiarnos, cuando cambiar es el primero
de nuestros deberes. Si Dios nos hubiera hecho incapaces de ser malos,
ya no seríamos buenos en absoluto, puesto que seríamos
marionetas obligadas a la bondad.
—Pero
se ven tantos errores en el mundo, tantas calamidades, tanto egoísmo,
tantas lamentables aberraciones y tan difíciles de explicar...
La respuesta
cristiana a esto es clara: los desequilibrios que fatigan el mundo
están conectados con ese otro desequilibrio fundamental que
hunde sus raíces en el corazón humano, que sumerge en
tinieblas el entendimiento y lleva a la corrupción de la voluntad.
Esta es la clave para descifrar el enigma.
El verdadero
mal proviene del interior del hombre, radica en una escisión
que tiene su origen en el pecado. Igual que hay una experiencia clara
de la existencia de la libertad, la hay también de que la libertad
está herida, así como del mal que el hombre puede ser
capaz de hacer.
Las situaciones
de injusticia social proceden de la acumulación de injusticias
personales de quienes las favorecen, o de quienes pudiendo evitar
o limitar ciertos males sociales, no lo hacen.
Los
que se eximen de culpa personal para pasársela toda a las estructuras
del mal, niegan al hombre su capacidad de culpa, y niegan por tanto
su libertad y su responsabilidad personales, y disminuyen su propia
dignidad. Los verdaderos creyentes, en cambio, se sienten responsables.
Y cuanto más acentuado sea el sentido de responsabilidad de
una persona, tanto menos buscará excusas y tanto más
se examinará a sí mismo –sin absurdos complejos
de culpabilidad–, para mejorar él y ayudar a mejorar a
los que le rodean.
—Pero
arreglar un poco este mundo se ve como una labor muy a largo plazo,
con un final lejano...
Si algo resulta
muy necesario, y además tardará en llegar, es entonces
también muy urgente. Como dijo aquel mariscal francés
al tomar posesión de su cargo: si estos árboles van
a tardar veinte años en dar sombra, hay que plantarlos hoy
mismo.
Alfonso
Aguiló
http://www.fluvium.org/textos/etica/eti966.htm
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