Durante el siglo pasado, los
padres de familia se comportaban como verdaderos pilares del hogar, el padre
era quien denotaba la autoridad absoluta, no podían tomarse decisiones sin su
consentimiento, porque él estaba a la cabeza en todo, poniendo orden y siendo
el sostén de quienes dependían de él. Por su parte, la madre quedaba al
cuidado de los hijos y de las interminables tareas del hogar, actuando como
centro y corazón de la casa y sus habitantes.
La
disciplina era tan rígida, que a nadie se le hubiera ocurrido levantar la voz a
sus progenitores o hacer lo que le viniera en gana, hacerlo implicaba un
castigo ejemplar. Tanto era el respeto que inspiraban, que se les hablaba
de “usted”, besando reverentemente sus manos y pidiendo su bendición de
rodillas. Yo, todavía vi ese comportamiento en mis padres. Por eso, los
hijos, al casarse, ponían en práctica lo mismo que habían aprendido en casa,
haciendo de sus pequeños, niños educados en valores morales, religiosos y
espirituales.
Sin
embargo, algo pasó en la siguiente generación. Mis primos y hermanos ya
nos dirigíamos a nuestros estrictos abuelos, hablándoles de tú, y nadie se
molestaba por ello. Por supuesto, el respeto era el mismo, a pesar de
haber roto una importante barrera de comunicación con ese trato más
cercano, porque inspiraba confianza. Pero a pesar de eso, sabíamos que
ellos eran quienes mandaban, al igual que nuestros propios padres en el seno
familiar.
Actualmente,
la situación ha cambiado, bien lo sabemos, el tren de vida que llevamos a
obligado a las mamás a trabajar y dejar a sus hijos al cuidado de alguien más,
en el mejor de los casos, de los abuelos, que los aman tanto como los mismos
padres. Ellos ya han pasado por eso, han educado y formado a sus
vástagos, por eso se dan el lujo de consentir a sus nietos, que hacen la
delicia de sus años adultos. No obstante, los niños van creciendo sin orden,
malcriados y groseros, con serios problemas de conducta en la escuela, como
resultado del abandono que muchos llegan a sentir por las horas que viven
separados de sus papás, en un buen número de casos, pero en otros, porque no se
pone límites a su conducta inapropiada.
Y es
que se difundió la idea de que estaba mal pegarles a los hijos que se
portaban mal, aunque no pocas personas defendían el principio de que “vale más
una nalgada a tiempo”, actitud tachada hoy como violencia intrafamiliar.
Porque seamos realistas, a muchos nos tocó aún el correctivo de la consabida
chancla voladora, o el cinturón, o la pala, o el cable de la plancha, o lo que
la creatividad inspirara a la mamá, que casi siempre era la encargada de
aplicarlo, por supuesto, bien ganado por las travesuras tramadas por infantes
que no estaban contaminados por el internet y los videojuegos. Lo malo
del asunto era que a veces se les pasaba la mano, porque no es lo mismo
corregir que abusar de la fuerza física.
Personalmente,
no soy partidaria de los golpes, de ninguna manera, pero sí de que a los
menores se les impongan límites y reglas para que aprendan a ser personas de
provecho y no desvíen su camino. Es como colocar una valla protectora al
acceso de las escaleras, de esta manera impedimos que el bebé que comienza a
caminar sufra un accidente.
Los
padres que son permisivos y demasiado condescendientes, hacen un mal enorme a
sus pequeños, porque no les están otorgando las bases necesarias para enfrentar
las adversidades o hasta los éxitos de la vida. El niño que crece sin
disciplina, se convierte en tirano.
Educar
es una tarea ardua y constante, porque se trata de formar seres humanos con
valores y principios. Y para ello, hay que dedicar la vida misma,
recordando que cada ser humano es único e irrepetible, con personalidad propia
e intereses diferentes, por lo que el trato con cada uno debe ser
especial. Por eso, si queremos demostrar verdadero amor por nuestros
hijos evitemos consentirlos demasiado y pongamos límites a su comportamiento,
así tendremos una mayor garantía de que caminarán por el sendero correcto.
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