Es triste cuando
llegan ante el juez hermanos o familiares que están peleados
por la herencia. Murió el abuelo o el padre, dejó algo
o mucho a sus hijos, nietos y familiares. La muerte del ser querido,
que podría convertirse en un momento de unidad de quienes participan
de la misma sangre, marca el inicio de un calvario de enfrentamientos,
acusaciones, rabias, por un puñado de dinero, por un edificio
o unas tierras, por cosas materiales que duran lo poco que puede durar
una vida.
No es fácil
evitar estos problemas. Si la herencia toca a varias personas, basta
con que una de ellas tome una actitud ambiciosa o de desprecio hacia
los demás para que empiece la tormenta. El dicho “si uno
no quiere, dos no riñen”, vale siempre, pero resulta más
difícil de aplicar cuando se trata de muchas personas, cuando
es herida la justicia y el cariño en la vida de una familia.
Los argumentos
en este tipo de conflictos son muy válidos. “El abuelo
quería esto, no lo que tú dices”. “El testamento
no está claro, pero en justicia habría que incluir a
este hermano que vive lejos”. “Yo fui el único que
cuidé de mamá mientras estaba enferma y vosotros no
hicisteis nada, ni siquiera mandasteis un poco de dinero”. “¿Cómo
te atreves, después de más de 30 años de vivir
alejado completamente de papá, a pedir ahora tu parte en la
herencia?” La lista podría multiplicarse, pues las situaciones
son muy variadas.
Cuando el conflicto
explota, la rabia, tal vez el odio, penetra en los corazones. Unos
hermanos que parecían unidos ahora se acusan mutuamente. Los
primos, que no solían litigar, ahora no pueden ni hablarse.
Un hijo incluso llega a pensar que su padre es muy avaro porque no
quiere dejar nada de dinero a los otros familiares.
Hay casos en
los que, de verdad, uno tiene todo el derecho del mundo para reclamar
su parte en la herencia. Por respeto al difunto, por el bien de su
familia, en no pocas ocasiones muy necesitada de una buena ayuda económica.
En esos casos, y ante algún pariente realmente injusto, a veces
no queda más remedio que llegar a recurrir a un tribunal para
pedir aquella solución que respete la verdad, que promueva
la justicia. En estos casos, sin embargo, aunque parezca difícil,
uno puede hacer el esfuerzo por superar rencores, por distinguir entre
el momento de los jueces y el de la vida familiar y el respeto a las
personas. También a quien no lo merecería: sigue siendo
de la misma familia, comparte la misma sangre.
El dinero tiene
su importancia. A veces es determinante para superar una crisis familiar,
para pagar una deuda, para cubrir los gastos de la carrera de un hijo,
para que la hija pueda, por fin, tener una casa propia. Pero sería
triste que por culpa del dinero se perdiesen otros valores, como la
unidad de los hermanos, hijos y nietos, la serenidad del corazón,
el desprendimiento de lo material, el amor que nos hace pensar antes
en los demás que en uno mismo.
Como dijimos,
no pocas veces hay que recurrir al juez. Desde el tribunal, es triste
ver cómo dos o más hermanos se denuncian y llegan a
enfrentarse duramente por cuestiones económicas; ver cómo
luchan entre sí, cómo son manejados a veces por abogados
poco honestos, cómo llegan a mirarse con odio feroz, con rabia
“fratricida”.
Un joven abogado
que tenía que afrontar este tipo de situaciones tomó
una decisión radical: nunca pelearse con sus propios hermanos
por problemas de dinero. Ceder no es fácil cuando uno ve que,
en justicia, no consigue la parte de la herencia que le correspondería.
Pero pueden darse ocasiones en que, a pesar de tener toda la razón,
uno ceda por un bien mayor: la armonía y la unidad de la familia.
Quizá
este pueda ser el mejor homenaje que podamos ofrecer al familiar difunto.
Fue él quien, por designio de Dios, nos acogió en la
vida, buscó unirnos como familia, trabajó por nuestro
mantenimiento. Ahora nos deja una herencia para afrontar el futuro
con algo más de holgura. Aunque, quizá, no me toque
la parte que merezco, o renuncie a ella por lograr algo mucho más
grande. También es hermoso ese futuro ganado a través
de un sacrificio difícil, pero ofrecido por amor a la familia,
por conservar limpio el corazón para amar, a fondo, sin rencores,
a los míos.
Fernando Pascual,
L.C.
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