Vemos a un familiar,
a un amigo, a un compañero, que empieza a recorrer un camino
peligroso. Escoge malas compañías, dedica cada vez más
y más tiempo a diversiones
dañinas, se aficiona desmedidamente a las bebidas alcohólicas
o a las drogas, deja la
oración y vive de espaldas a Dios.
Otras veces sus
opciones no parecen tan peligrosas, pero no dejan de ser dañinas.
Se
cierra en un mundo de criterios estrechos. Toma actitudes agresivas
hacia los demás.
Rechaza a quienes le ofrecen ayuda. Responde con dureza incluso a
los seres más
queridos.
Quisiéramos,
en este tipo de situaciones, poder hacer algo, apartar al conocido
del
mal que poco a poco lo engulle. Quisiéramos encontrar la palabra,
el consejo, la
manera concreta para ayudarle a descubrir los peligros, a cambiar
de actitudes, a
apartarse de quienes le hacen daño, a buscar la compañía
y los consejos de quienes
pueden guiarle por el buen camino.
Pero a veces
nos topamos con muros de hielo. El otro no escucha, no acoge, ni
siquiera permite nuestra cercanía. Sentimos, entonces, un dolor
profundo, porque le
queremos, porque desearíamos ayudarle, porque nos apena un
rechazo por parte de
quien necesita mucha ayuda.
El misterio de
la vida humana permite este tipo de situaciones. Un hijo, a partir
de
cierta edad, puede excluir casi por completo a sus padres y familiares
del horizonte de
su vida. Un amigo puede prescindir de tantas personas buenas para
escoger modos de
comportarse llenos de peligros. Un compañero de trabajo puede
hundirse, poco a
poco, en tristezas malsanas o en vicios destructores, mientras ni
sus jefes ni sus
compañeros encuentran la manera para acceder a su corazón,
para despertarle del
engaño en el que se encuentra, para orientarlo a una sanación
profunda del alma.
Duele, sí,
llegar a este tipo de situaciones. A pesar de todo, el amigo verdadero
sabrá
mantenerse atento, dispuesto a ayudar apenas surja un atisbo de esperanza.
Bastará
con que el otro, en un momento de mayor lucidez, susurre que necesita
a su
lado una mano dispuesta a levantarle, a sacarle de un aprieto más
doloroso, a guiarle
entre oscuridades densas y llenas de insidias. Bastará cualquier
mínimo gesto para
que, entonces, acudamos a su lado con todo nuestro afecto y con palabras
respetuosas, para que esa rendija que nos abre pueda convertirse en
el inicio de un
cambio que, desde Dios, permita emprender caminos de curación
y de esperanza.
Fernando Pascual,
L.C.
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