Antes de casarse,
los novios viven unos momentos de especial cariño y, a la vez,
dibujan idealmente lo que podría ser el futuro de su matrimonio.
Piensan en la casa, en los muebles, en las actividades que realizarán,
en los hijos.
Al pensar en
sus hijos, notan que algo escapa al control de sus ilusiones. Comprar
tal o cual televisor es fácil: lo vemos en la tienda, nos consultamos,
y, si el vendedor lo permite, lo llevamos a casa unos días
de prueba.
Un hijo no nace
así: puede venir sano o enfermo, alto o bajo, con los ojos
como el padre o los cabellos como la madre, puede ser hombre o mujer.
Hay algo de misterioso y de indeterminado en cada nacimiento, algo
que puede suscitar miedo o angustia, porque simplemente no podemos
controlarlo.
Una pareja de
novios que se encontraba a menos de 30 días de la boda mostraba
sus temores ante la posibilidad de que naciese entre ellos un niño
subnormal.
Tenían
miedo de lo que implicase una vida así: no estar preparados
para ayudar a su hijo, lo que podría pasar si ese hijo necesitado
de cariño se encontrase algún día sin el apoyo
y la compañía de quienes lo habían engendrado.
En sus palabras
era claro que no hablaban como egoístas, sino que todo giraba
alrededor de aquel posible hijo enfermo o débil que naciese
de su amor. Como sabían que un niño así necesita
mucho, mucha atención y esfuerzo, temían por él,
no por ellos.
En el fondo,
toda vida corre riesgos parecidos a los que causaban miedo a estos
novios. Simplemente porque el vivir es aventura y misterio.
Las sorpresas
se esconden en cada esquina. Un día se trata de un pequeño
accidente. Otro, de un problema en el trabajo. Otro, de una enfermedad
que interrumpe los planes más acariciados.
Detenernos ante
cada peligro que salta bajo nuestros pies implicaría vivir
como piedras. E incluso las piedras pueden quedar desgastadas por
el paso de las aguas o por un golpe imprevisto caído de los
cielos...
Conviene, por
lo tanto, descubrir otra dimensión del auténtico amor
al hijo: el hijo es don, y, como don, como regalo, vale no por lo
que pueda contentar a los padres, sino por su riqueza y su vocación
a la vida.
Quizá
también algunos de nosotros, cuando nos asomamos al "banquete
de la vida", incomodamos los planes de nuestros papás,
o los sorprendimos cuando descubrieron (antes, en el día del
nacimiento, ahora mucho antes gracias al diagnóstico prenatal)
que la deseada niña era niño...
Pero eso no les
impidió a muchos (por desgracia no a todos) el que nos amasen,
el que nos diesen oportunidades para respirar, para cantar, para vivir
en este planeta de tucanes y gorriones, de ríos y de fábricas,
de lágrimas y de sonrisas.
Sí: puede
resultar muy difícil el que nazca un hijo subnormal, con alguna
grave deficiencia física o psicológica. Pero es mucho
más hermoso acogerlo como es.
También
los sanos tenemos nuestros defectos, y no hay cosa más grande
que saber que alguien que nos ama llega a perdonarnos y a comprendernos.
Incluso hay criminales que lloran al pensar en sus madres que no dejan
de rezar por ellos.
Ese es el principio
de toda cultura y, en el fondo, es la ley de la religión. ¿No
decía Cristo en el Evangelio que hasta los pelos de nuestra
cabeza están contados? ¿No enseñó que
los pequeños son los primeros en el Reino de los Cielos? ¿No
fue amigo de las prostitutas y de los pecadores? ¿No encontraron
un poco de paz y de consuelo los enfermos, los ciegos, los pobres,
cuando se encontraron con el Maestro?
Cuando una pareja
concibe un hijo enfermo recibe una misión especial. Acogerlo
es un deber de cariño y de esperanza. Acompañarlo es
un gesto propio de almas grandes, a veces heroicas. Quizá será
más fácil su camino si sabemos ayudarles.
Y nunca les faltará,
en el corazón de sus penas y fatigas, la mirada amorosa de
Dios que no deja sin su aliento al hijo que hoy vive gracias a la
fidelidad de dos padres generosos que un día supieron acogerlo.
Fernando Pascual,
L.C.
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http://www.fluvium.org/textos/familia/fam971.htm
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