Papá
y mamá se han ido a la cama, y, cuando van a apagar la luz,
se asoma, por la puerta entreabierta, la cabecita morena de Juanín.
“¿Me puedo acostar con vosotros?”. Mamá no
puede decir que no, aunque quizá papá, que está
más cansado, parece que levanta las cejas como para decir:
“ya empezamos...”
La escena puede
ser familiar entre quienes tienen niños pequeños, y
refleja una verdad muy profunda. El matrimonio no puede agotarse en
el “te quiero, me quieres”, sino que abre una puerta enorme,
misteriosa y emocionante, a quienes piden ser acogidos entre los pliegues
del lecho nupcial. Cada mamá que ha llevado a su hijo (de ella
y de él, conviene no olvidarlo) durante 9 meses dentro de sus
entrañas conoce muy bien esta verdad. Quizá el papá
a veces no se da cuenta del misterio de gestación que transcurre
en esas semanas de misterio, cuando queremos imaginar cómo
será nuestro hijo, y cuando también nos ponemos a pensar
en lo difícil que va a ser su vida en el futuro que tenemos
por delante.
No se trata
ahora de reflexionar sobre la utilidad psicológica del sueño
infantil en la alcoba de los padres, ni sobre hasta qué edad
se pueden “tolerar” estas peticiones de los niños
(a las que, según algún psicólogo, no siempre
hay que acceder). Podríamos fijarnos, más bien, en lo
importante que es para todo niño (incluso desde que inicia
el embarazo) el sentirse acogido, el sentirse amado, el encontrar
en sus padres el cariño y el amor de alguien que se sacrifique,
que renuncie y que dé todo por uno mismo.
Ese amor inicia
antes del nacimiento, como ya dijimos. En efecto: el ingreso de un
nuevo ser humano en el mundo es posible, normalmente, porque dos personas
se aman. Desde el amor de los esposos inicia la aventura de una nueva
existencia: así el punto de partida nos coloca ante el misterio
del amor. Por desgracia, no son suficientes los estudios psicológicos
que se hacen sobre los efectos de la falta de amor en el niño
durante el embarazo, pero algunos han notado que ciertas enfermedades
o desequilibrios mentales o de trato arrancan precisamente de esa
falta de cariño. Pero el poder seguir adelante, el ser acogido,
el ser alimentado, el ser defendido ante los ataques del exterior,
también es posible sólo desde el amor, en la continuidad
radical del afecto ininterrumpido. Si en el embarazo esta verdad ya
es muy importante, se hace mucho más patente en los primeros
momentos de la infancia, cuando entre el hijo y la mamá se
establece un trato muy íntimo, casi exclusivo de la especie
humana. La misma lactancia en el hombre se realiza de tal forma que
el bebé puede tener frente a sí el rostro amable y bueno
de quien le ofrece leche, protección y cariño. Los ojos
del niño se encuentran con los ojos de su madre, y se inicia
un diálogo mudo o de gestos sencillos e imperceptibles que,
en el fondo, enseñan una cosa sencilla y sublime: ¡qué
bella es la vida cuando existe cariño y amor!
Luego, los primeros
pasos, las primeras aventuras, los primeros coscorrones... Ahora son
papá y mamá, juntos o de modo alternado, quienes deben
seguir el resultado de tal o cual experimento que el pequeño
realiza para poder alcanzar, poco a poco, el dominio del universo
que le rodea, y el control de sus propios movimientos (tantas veces
torpes o incapaces de alcanzar objetivos tan sencillos como agarrar
el chupete o tirarle la cola al gato...). Todo se desarrolla con rapidez,
pues nuestros hijos van conquistando siempre nuevas metas que implican,
a la vez, más riesgos, más aventuras, más cicatrices...
En medio de todo lo que va sucediendo, el niño de 2, 3, 5,
6 años, sigue sintiéndose siempre atado por el amor
de los padres, y ello da una enorme seguridad, un cierto aire de optimismo:
“Si algo va mal, papá o mamá harán su parte”.
La mayor edad
del niño va pidiendo cada vez más autonomía.
Además, no siempre podemos estar sobre él, ni tampoco
es conveniente pedagójicamente. Pero ello no quita que nuestro
amor esté alerta, vigilante frente a lo que pueda ocurrir,
pues la vida no está sino comenzando. ¿Por qué
esa tensión continua, por qué esa excitación
cuando el hijo sale de casa y llega un poquito tarde? Es obvio que
vivir es un riesgo, pero quien ama no quiere ni soñar en la
posibilidad de perder al ser amado. Lo saben muy bien los padres que
han perdido, cuando aún tenía pocos años, a uno
de sus hijos. Pero también lo saben los padres que han visto
un día salir de casa al “niño” que ya no es
tan niño y que empieza a vivir por su propia cuenta, y que
llega después de muchas horas (o incluso días) de espera
dramática, en condiciones a veces bastante penosas...
Pues bien, también
el adolescente, el joven y la joven, e incluso los “grandes”,
necesitan (necesitamos) seguir recibiendo el amor de los padres. No
creamos que su mayor suficiencia, su resistencia creciente a nuestros
mandatos, incluso su rebeldía en palabras o en portazos significan
que no les interesa nuestro amor, o que pretenden romper todo lazo
de relación. Quizá, si entramos en profundidad en la
psicología del “chico no tan chico” encontraremos
una tremenda inseguridad y, a la vez, un enorme deseo de encontrar
un punto de apoyo o, mejor, un amor que lo siga, lo acompañe,
y, en ocasiones, lo “soporte” cuando llegan los momentos
de la dificultad. Podríamos hacer mucho más bien a un
hijo o hija rebelde con una palabra de comprensión y de escucha
que con un bofetón (por más justificado que nos pueda
parecer). Incluso quizá alguna vez un castigo mayor puede ser
bien aceptado cuando el hijo comprende que procede del amor de los
padres y no de una rabia mal contenida o de un deseo vago de venganza
o de prepotencia.
En un mundo
de padres desorientados y de niños y adolescentes descarriados,
el construir relaciones de amor y de afecto puede significar una revolución
de consecuencias imprevisibles y de alegrías inmensas. Ante
la cultura de la desconfianza y del miedo, ante la “promoción”
de la rebeldía y del choque, las familias que se basan en el
amor mutuo pueden significar una novedad “revolucionaria”,
capaz de cambiar el curso de la historia humana. Sólo desde
el momento en el que uno es amado ese uno puede empezar a amar. Si
queremos que nuestros hijos aprendan ese difícil arte, nosotros
hemos de dar los primeros, segundos y terceros pasos. El resto depende
del tiempo. ¿Demasiado fácil? Para quien ama de verdad,
a pesar de las dificultades y rechazos, seguirá siendo siempre
fácil. Así se podrá construir una nueva pedagogía:
la pedagogía del amor.
Fernando Pascual,
L.C.
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