Aquel sacerdote
había quedado con una herida profunda en el corazón.
Deseaba hablar, gritar, moverse, buscar mil maneras para cambiar las
conciencias... Al final, tomó un pedazo de papel y escribió,
con pulso ágil, lo que desbordaba en su interior, como un chaparrón
de ideas que quizá algún día podrían ser
de ayuda para alguien.
“No puedo
resignarme. Es una niña normal, como todas. Con el deseo de
ser buena, de estudiar, de jugar, de amar. Pero sus padres se han
separado. Todas las seguridades de esa niña, desde entonces,
se tambalean. Ama a los dos, a su padre y a su madre. Por eso no entiende
que se hayan peleado, por eso no sabe qué hacer con el “novio”
que ahora tiene mamá, o con la amiga que vive con papá...
Tendría
que explicarle que los mayores hacemos promesas, pero que muchas veces
no las cumplimos. Que hay personas que se casan y son inmaduras. O
que al inicio se aman de verdad, pero luego se cansan el uno del otro.
No sé si comprenderá. Ella vivía feliz, con sus
siete años: lo tenía en sus padres. Ahora, en cambio,
están separados. Un gran dolor se ha abierto en todos: en él,
en ella, en la hija...
También
en mí. Como sacerdote, como quien trabaja con niños,
no puedo sentirme indiferente. Sí, lo sé: es imposible
que vivan juntos esposos que no se aman, o incluso que se odian. Es
cierto que muchos rompen el matrimonio por motivos muy justificados,
o por un simple capricho.
Pero, ¿y
los hijos? Ellos lo ven todo desde otra perspectiva, pero sus sentimientos
ahora parece que quedan en segundo plano. Antes está la realización
de los mayores, su libertad, sus “derechos”, su orgullo
herido o su inmadurez profunda (a veces sólo de uno de los
dos, pues hay esposos que siguen fieles al amor, que son víctimas
inocentes, a pesar de la traición de la otra parte).
¿Pedir
a los padres que se reconcilien? Sería lo mejor para la niña
(¿también para ellos?), pero no sé si me harán
caso. Tal vez él o ella me dirán que los sacerdotes
tenemos la culpa de no haberles preparado bien al matrimonio. No lo
sé, pues hay sacerdotes que lo hacen muy bien. Pero incluso
con una buena ayuda, los esposos siguen siendo libres, con las puertas
abiertas a la fuga en cualquier momento, y muchos, por desgracia,
escapan de su hogar...
Tengo en el corazón
los ojos de esa niña. Simplemente quiere que le diga qué
hacer, cómo vivir lo que está pasando en su casa. Quizá
le responda que sus papás son buenos, que la quieren mucho,
pero... Pero no sé si esto le servirá, si daré
paz a su corazón herido, si volverá a pensar que la
vida es bella y que el amor es lo más hermoso que nace del
corazón de los grandes...
Rezaré
por esa niña y por sus padres. Rezaré para que los novios
se casen bien, para que los esposos sean fieles a su amor. Para que
los niños puedan tener siempre unos padres que se aman.
Sé que
pido demasiado. Los ojos de esa niña, sin embargo, lo merecen.
Y también los mismos padres que sufren, muchísimo aunque
no lo digan, al ver cómo los hijos son las víctimas
más débiles de un fracaso. Un fracaso que en algunos
casos pudo evitarse con algo de sacrificio, con amor, con mucha oración,
con un gesto de perdón. Que parece tan difícil, pero
que es capaz de curar tantas heridas...”
Fernando Pascual,
L.C.
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