Trabajar por
la paz involucra a toda la sociedad y, de una manera muy concreta
y cercana, a cada familia.
Basta con recordar que la familia es el lugar donde cada niño
aprende, poco a poco, modos de pensar y de comportarse a partir de
lo que ve y escucha de sus padres. Si éstos actúan y
hablan desde presupuestos de odio, rencores y violencia, es fácil
intuir que los hijos recibirán un influjo negativo en sus hogares.
Si, por el contrario, los padres viven y transmiten valores de respeto,
acogida, perdón y justicia, los hijos cuentan con un ejemplo
maravilloso para introducirse en la sociedad desde actitudes pacíficas.
Por lo mismo,
la familia es una pieza clave para la paz, a todos los niveles: en
el barrio, en el pueblo o ciudad, en el Estado, en el mundo entero.
Entonces, ¿cómo
puede la familia ser una promotora de paz? En el mensaje para la Jornada
mundial de la paz del año 2008), el entonces Papa Benedicto
XVI explicaba cómo la familia ayuda a experimentar “algunos
elementos esenciales de la paz: la justicia y el amor entre hermanos
y hermanas, la función de la autoridad manifestada por los
padres, el servicio afectuoso a los miembros más débiles,
porque son pequeños, ancianos o están enfermos, la ayuda
mutua en las necesidades de la vida, la disponibilidad para acoger
al otro y, si fuera necesario, para perdonarlo”.
Es decir, la
familia promueve la paz si sabe ser un lugar donde se vive la justicia,
no sólo entre hermanos, sino también entre los esposos
y en las relaciones que unen a padres e hijos (en los dos sentidos).
Igualmente, promueve la paz si la autoridad paterna se vive de modo
genuino, no
autoritariamente, sino con una actitud de servicio y de ayuda para
el bien de todos.
De modo especial
destaca, en el texto citado, el servicio hacia los débiles.
Una de las principales causas de la violencia consiste precisamente
en la actitud de quienes buscan imponerse sobre otros.
Esta actitud,
por desgracia, se da en no pocos ambientes familiares, y se ensaña
de modo especial sobre quienes tienen menos posibilidades de defenderse.
Por lo mismo, educar en familia a cuidar a los enfermos, a respetar
a los mayores, a ceder el paso a los que sufren alguna forma de invalidez,
es un camino concreto para sembrar actitudes de paz en los hijos.
La familia no
se limita a sus ricas y complejas relaciones internas, sino que se
abre hacia afuera. Desde la familia uno aprende a despreciar o apreciar
a vecinos y a lejanos, a “enemigos” y a “amigos”,
a los que piensan de otra manera y a los que comparten ideas parecidas.
Una estructura
familiar sana lleva a construir relaciones sociales positivas. Una
familia enferma o pervertida facilita el aumento de las tensiones
y las luchas fuera del hogar.
El camino para
conseguir familias sanas se ve envuelto por diversas dificultades.
El mundo moderno ha desencadenado una serie de factores que han llevado
al aumento de los divorcios, a las situaciones de relaciones precarias
entre parejas que optan por no casarse, a conflictos entre padres
e hijos. Todo ello, junto a un contexto social muchas veces relativista
y confuso, hace difícil la tarea de las familias a la hora
de convertirse en vehículos de valores y en constructoras de
paz.
No es posible
pensar en un cambio en poco tiempo de la situación en la que
vivimos. Pero al menos cada familia puede tomar conciencia de dónde
estamos y buscar caminos concretos para convertirse en instrumentos
que fomenten la paz.
Aunque para algunos
parezca un sueño, la acción serena y profunda de familias
que trabajan por la paz desde valores buenos puede llegar a incidir
de modos profundos en cambios sociales no sólo a largo plazo.
Vale la pena recordarlo, en un contexto como el que vivimos tan lleno
de violencia y tan necesitado de constructores de paz y de concordia
entre todos
Fernando Pascual,
L.C.
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