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"El Señor no mira tanto la grandeza de las obras como el amor con que se hacen." Santa Teresa de Ávila
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lunes, 23 de septiembre de 2013

Generosidad en familia


Marta está llorando en un sofá. Pasa las hojas de un libro, con la mirada perdida y con los ojos hinchados. Frente a ella, Juan sonríe mientras tiene en su poder el Nintendo, todo para él y sólo para él.

        Cuando los padres entran en el salón de estar y se encuentran con una escena como la anterior, sienten que algo debe cambiar en sus hijos. ¿Cómo lograr que sean más generosos, cómo ayudarles para que aprendan el arte de compartir y de disfrutar al ver a otros felices?

        La generosidad es una de las virtudes humanas más hermosas. El generoso vive su relación con las cosas desde una perspectiva de condivisión, de apertura a los demás. No se encierra en sus intereses, no agota su existencia en la búsqueda del propio placer, en el acapararlo todo para sí. El generoso descubre las necesidades del otro, ve las cosas materiales como medios para servir, para dar, para establecer lazos de amistad.

        A todos nos gustaría vivir así, con las manos abiertas y con un corazón grande. Especialmente a todos nos gustaría poder ofrecer a los hijos una educación que les permita convertirse en niños (y futuros adultos) generosos y buenos.

        ¿Cómo lograrlo? ¿Qué hacer para que los hijos aprendan a ser generosos, para que rompan el cerco del egoísmo, para que sepan vivir sinceramente interesados por los demás?

        El primer paso consiste en el ejemplo. Pensemos en dos familias muy diferentes. En la primera, los padres hablan continuamente de lo que van a comprar, de cómo visten los vecinos, del coche nuevo que tiene un amigo. Además, cuando llegan a casa él o ella (o los dos) buscan ansiosamente el periódico, o la revista, o el libro, o el programa favorito. Si el otro o la otra han ocupado el diván más cómodo, quien ha “perdido” manifiesta que se siente triste y ofendido, mientras la parte ganadora disfruta de modo egoísta su victoria. Es de suponer que los hijos que viven en hogares como el anterior configuran su mente y su corazón según la ley de “primero yo y caiga el mundo”; es decir: se acostumbran a buscar siempre la satisfacción de sus deseos, incluso cuando saben que pueden provocar pena o dolor en otros.

        En la segunda familia, los padres saben ceder continuamente el paso, sirven la comida primero al otro, dejan el periódico o el libro a quien lo pide, o simplemente cuando ven entrar en casa al esposo o la esposa dejan todo para saludarle. Si ha llegado un poco más de dinero al hogar, piensan en seguida en ayudar a algún familiar necesitado, o incluso a un vecino pobre que no sabe cómo solucionar el problema de las goteras. Al salir de compras, están más pendientes de satisfacer al otro o a los hijos que en conseguir lo que más les gusta. Al pasar junto a un auténtico pobre saben ofrecerle una sonrisa o una pequeña ayuda. Y en el tren no dudan un momento en dejar el propio asiento a alguna persona mayor que lo necesita de verdad.

        Los hijos que viven en este segundo tipo de hogares “respiran” un clima de generosidad y de grandeza de corazón que penetra en sus almas. Descubren así que las cosas materiales valen en tanto en cuanto se reparten, se ofrecen a los otros. Perciben que el tiempo no es para satisfacer los propios caprichos, sino para estar junto a quien nos pide una mano. Valoran la vida no en cuanto sucesión de momentos de egoísmo que nos empobrecen, sino como camino hacia el altruismo, que nos hace ser más buenos con todos.
        El segundo paso, que necesita estar acompañado por el ejemplo, consiste en ofrecer pequeñas enseñanzas, con palabras o con acciones, a los hijos para que entren en el mundo de la generosidad.

        No hay que extrañarse de que un hijo de dos años sienta envidia cuando nace un hermanito. Es una reacción a veces instintiva. Pero los padres pueden empezar a ayudarle, con gestos y con paciencia, a comprender que uno no es el ombligo del mundo.

        El cariño verdadero buscará maneras para que el hijo se abra a la generosidad desde pequeño. Con su ejemplo, el padre le hará ver que todos hemos de ayudar a poner la mesa o a retirar los platos. La madre le permitirá descubrir lo hermoso que es dejar la silla más cómoda a los otros. El hermano mayor, si ha aprendido a ser generoso, buscará maneras para que sus juegos no sean sólo suyos, sino que puedan ser usados por los otros hermanos.

        El aire de una familia cambia cuando la generosidad se enseña y se vive de forma natural y constante. Habrá ocasiones, es parte de la vida, en que uno o varios sientan la fuerza del egoísmo y prefieran encerrarse en su habitación en vez de ayudar en la limpieza la casa. Pero los padres buscarán entonces un momento más sereno para hacer reflexionar a los hijos que la casa es de todos, que el tiempo pasa mejor si buscamos ayudarnos mutuamente, que las cosas brillan más cuando sufren el desgaste de más manos, y que la vida es más alegre si la compartimos con cualquiera que pueda pedirnos una ayuda, participar en sus estudios o sus juegos, o simplemente estar a su lado para leerle una novela mientras el sueño cierra sus párpados cansados.

        La generosidad debe ser una de las más importantes tareas educativas para cualquier hogar. Lo que los niños son ahora marcará la vida de jóvenes y de profesionistas del mañana. Vivimos en un mundo con demasiado egoísmo como para que también en casa falten toques de cariño que nacen de corazones generosos.

        En cambio, el mundo da un paso hacia lo bueno y lo bello cuando en el hogar alguien se acerca para ofrecernos un vaso de refresco con hielos. O cuando nos deja la computadora sin límites de tiempo. O cuando hay más familias que piensan en las cuentas del banco (que son importantes) no para que sirvan sólo a sus titulares, sino para promover bienestar entre los miembros de la casa y entre tantas personas necesitadas de generosidad, de ayuda, de respeto.


        Mamá está junto a Marta, mientras que papá le susurra a Juan unas palabras al oído. Los dos escuchan y hablan. Juan siente algo de pena porque va a dejar su juego, pero quizá pronto comprenderá que existen cosas mucho más importantes que tres horas de Nintendo. Marta, en cambio, se ha levantado con una mirada distinta. En voz baja, pero sincera, le dice a Juan: “No te pongas triste. De verdad, prefiero que juegues tú a que me dejes ahora el mando. Luego me dices el resultado, ¿eh?”

Fernando Pascual, L.C.

http://www.fluvium.org/textos/familia/fam926.htm

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