Marta está
llorando en un sofá. Pasa las hojas de un libro, con la mirada
perdida y con los ojos hinchados. Frente a ella, Juan sonríe
mientras tiene en su poder el Nintendo, todo para él y sólo
para él.
Cuando los padres
entran en el salón de estar y se encuentran con una escena
como la anterior, sienten que algo debe cambiar en sus hijos. ¿Cómo
lograr que sean más generosos, cómo ayudarles para que
aprendan el arte de compartir y de disfrutar al ver a otros felices?
La generosidad
es una de las virtudes humanas más hermosas. El generoso vive
su relación con las cosas desde una perspectiva de condivisión,
de apertura a los demás. No se encierra en sus intereses, no
agota su existencia en la búsqueda del propio placer, en el
acapararlo todo para sí. El generoso descubre las necesidades
del otro, ve las cosas materiales como medios para servir, para dar,
para establecer lazos de amistad.
A todos nos gustaría
vivir así, con las manos abiertas y con un corazón grande.
Especialmente a todos nos gustaría poder ofrecer a los hijos
una educación que les permita convertirse en niños (y
futuros adultos) generosos y buenos.
¿Cómo
lograrlo? ¿Qué hacer para que los hijos aprendan a ser
generosos, para que rompan el cerco del egoísmo, para que sepan
vivir sinceramente interesados por los demás?
El primer paso
consiste en el ejemplo. Pensemos en dos familias muy diferentes. En
la primera, los padres hablan continuamente de lo que van a comprar,
de cómo visten los vecinos, del coche nuevo que tiene un amigo.
Además, cuando llegan a casa él o ella (o los dos) buscan
ansiosamente el periódico, o la revista, o el libro, o el programa
favorito. Si el otro o la otra han ocupado el diván más
cómodo, quien ha “perdido” manifiesta que se siente
triste y ofendido, mientras la parte ganadora disfruta de modo egoísta
su victoria. Es de suponer que los hijos que viven en hogares como
el anterior configuran su mente y su corazón según la
ley de “primero yo y caiga el mundo”; es decir: se acostumbran
a buscar siempre la satisfacción de sus deseos, incluso cuando
saben que pueden provocar pena o dolor en otros.
En la segunda
familia, los padres saben ceder continuamente el paso, sirven la comida
primero al otro, dejan el periódico o el libro a quien lo pide,
o simplemente cuando ven entrar en casa al esposo o la esposa dejan
todo para saludarle. Si ha llegado un poco más de dinero al
hogar, piensan en seguida en ayudar a algún familiar necesitado,
o incluso a un vecino pobre que no sabe cómo solucionar el
problema de las goteras. Al salir de compras, están más
pendientes de satisfacer al otro o a los hijos que en conseguir lo
que más les gusta. Al pasar junto a un auténtico pobre
saben ofrecerle una sonrisa o una pequeña ayuda. Y en el tren
no dudan un momento en dejar el propio asiento a alguna persona mayor
que lo necesita de verdad.
Los hijos que
viven en este segundo tipo de hogares “respiran” un clima
de generosidad y de grandeza de corazón que penetra en sus
almas. Descubren así que las cosas materiales valen en tanto
en cuanto se reparten, se ofrecen a los otros. Perciben que el tiempo
no es para satisfacer los propios caprichos, sino para estar junto
a quien nos pide una mano. Valoran la vida no en cuanto sucesión
de momentos de egoísmo que nos empobrecen, sino como camino
hacia el altruismo, que nos hace ser más buenos con todos.
El segundo paso,
que necesita estar acompañado por el ejemplo, consiste en ofrecer
pequeñas enseñanzas, con palabras o con acciones, a
los hijos para que entren en el mundo de la generosidad.
No hay que extrañarse
de que un hijo de dos años sienta envidia cuando nace un hermanito.
Es una reacción a veces instintiva. Pero los padres pueden
empezar a ayudarle, con gestos y con paciencia, a comprender que uno
no es el ombligo del mundo.
El cariño
verdadero buscará maneras para que el hijo se abra a la generosidad
desde pequeño. Con su ejemplo, el padre le hará ver
que todos hemos de ayudar a poner la mesa o a retirar los platos.
La madre le permitirá descubrir lo hermoso que es dejar la
silla más cómoda a los otros. El hermano mayor, si ha
aprendido a ser generoso, buscará maneras para que sus juegos
no sean sólo suyos, sino que puedan ser usados por los otros
hermanos.
El aire de una
familia cambia cuando la generosidad se enseña y se vive de
forma natural y constante. Habrá ocasiones, es parte de la
vida, en que uno o varios sientan la fuerza del egoísmo y prefieran
encerrarse en su habitación en vez de ayudar en la limpieza
la casa. Pero los padres buscarán entonces un momento más
sereno para hacer reflexionar a los hijos que la casa es de todos,
que el tiempo pasa mejor si buscamos ayudarnos mutuamente, que las
cosas brillan más cuando sufren el desgaste de más manos,
y que la vida es más alegre si la compartimos con cualquiera
que pueda pedirnos una ayuda, participar en sus estudios o sus juegos,
o simplemente estar a su lado para leerle una novela mientras el sueño
cierra sus párpados cansados.
La generosidad
debe ser una de las más importantes tareas educativas para
cualquier hogar. Lo que los niños son ahora marcará
la vida de jóvenes y de profesionistas del mañana. Vivimos
en un mundo con demasiado egoísmo como para que también
en casa falten toques de cariño que nacen de corazones generosos.
En cambio, el
mundo da un paso hacia lo bueno y lo bello cuando en el hogar alguien
se acerca para ofrecernos un vaso de refresco con hielos. O cuando
nos deja la computadora sin límites de tiempo. O cuando hay
más familias que piensan en las cuentas del banco (que son
importantes) no para que sirvan sólo a sus titulares, sino
para promover bienestar entre los miembros de la casa y entre tantas
personas necesitadas de generosidad, de ayuda, de respeto.
Mamá está
junto a Marta, mientras que papá le susurra a Juan unas palabras
al oído. Los dos escuchan y hablan. Juan siente algo de pena
porque va a dejar su juego, pero quizá pronto comprenderá
que existen cosas mucho más importantes que tres horas de Nintendo.
Marta, en cambio, se ha levantado con una mirada distinta. En voz
baja, pero sincera, le dice a Juan: “No te pongas triste. De
verdad, prefiero que juegues tú a que me dejes ahora el mando.
Luego me dices el resultado, ¿eh?”
Fernando Pascual,
L.C.
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http://www.fluvium.org/textos/familia/fam926.htm
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