Durante años, cada vez que moría alguien suficientemente relevante como para aparecer en los telediarios siempre me asaltaba la misma duda. ¿Cuál sería mi obra?. Lo digo por la manida frase "siempre nos quedará su obra".
Muera un actor, un pintor, un escritor o incluso un científico, sabemos que "siempre nos quedará su obra".
¿Y yo que dejo?. Me preguntaba. Pensaba que no dejaba nada significativo al mundo. Hasta que hace tiempo que encontré la respuesta: ¡mis hijos!. Dejo cuatro obras maestras, absolutamente irrepetibles, únicas en la historia, labrados con todo el amor del mundo y con mucho trabajo (la mayor parte, debo reconocer, de su madre).
No se me ocurre nada más grande que dejarle al mundo. Ni siquiera El Quijote, más aún si cabe, ni siquiera La Pietá de Miguel Ángel, es más grande que cualquiera de mis hijos (y por supuesto que los suyos).
Los hijos son la gran obra que dejamos al mundo. Es cierto que no perdurarán siempre, pero eso no les resta ni un ápice de valor.
¡Qué enorme responsabilidad! ¡Que grandísima oportunidad!
¿Y qué les dejamos a nuestros hijos?. La mayor parte de los padres luchamos por dejarles lo básico: "una buena educación". Y no me refiero exclusivamente a una buena escolarización, ni tan siquiera una buena enseñanza, sino "una buena educación" en el sentido completo del término: haberles ayudado a convertirse en personas integras, honestas, leales, cercanas, divertidas; de esas que merece la pena estar a su lado y haberles conocido y que, con sus errores característicamente humanos, al final de su vida, no dejen tras de sí ningún otro ser humano mal herido.
¿Pero cómo lograr tan alto objetivo? ¿Cómo dejar la mejor obra posible al mundo? ¿Cómo educarles?
A los hijos les dejamos nuestra vida. Tal y cómo usted está viviendo, así está educando a sus hijos.
No se preocupe por una regañina más que otra, otro día más el cuarto sin recoger o un suspenso más o menos. La verdadera educación es cómo vive usted. El único testamento que realmente tendrá algo de valor para sus hijos es cómo ha vivido usted su vida.
Los hijos son el legado que dejamos al mundo, y nuestra vida es el único testamento que ellos necesitan, y que nunca, nunca, dejarán de usarlo.
Han pasado muchos años desde la muerte de mi padre. ¿Acaso no sigo viviendo de su vida? ¿Acaso no sigo mirando cómo vivió para intentar ser mejor persona de lo que he hasta ahora he podido llegar a ser?
El mundo espera que le dejemos el mejor legado posible y nuestros hijos necesitan que vivamos de tal manera que puedan construirse como las personas que deseamos lleguen a ser.
No se preocupe por atesorar grandes fortunas. Ni siquiera se inquiete si el colegio al que lleva a sus hijos no es el que usted hubiera deseado o no han podido ir a la universidad. Tampoco haber acumulado un gran patrimonio o llevarle al mejor de los colegios posibles debe dejarle con la sensación del deber cumplido.
Todo depende de cómo vive. Ocúpese de amar y demostrar su amor a su cónyuge, de ser honesto en sus palabras y en su trato, de dar al trabajo el valor que tiene y por tanto hágalo siempre lo mejor posible. Intente tratar las desgracias como meros inconvenientes y no convierta simples contrariedades en tragedias. Viva de tal manera que piensen en usted cada vez que oigan la palabra "respeto". Haga lo posible por divertirse en todo lo que emprenda, aunque sea una labor enormemente seria.
Si le gustaría que sus hijos lean, lea. Si quiere que rían, tenga sentido del humor. Si quiere que sean honestos, no engañe - ellos son los primeros en detectar nuestras exageraciones y desvaríos. Si quiere que vivan con una sonrisa en la boca, sea agradecido a todos y por todo; si quiere que sean considerados simpáticos, sea amable en su trato con los demás. Si quiere que sean libres, sea muy crítico consigo mismo. Si quiere que vivan con paz interior, rece.
Y, siguiendo un dicho oriental, si hay algo que no le gustaría que sus hijos supieran de usted, no lo haga.