A la protagonista
de aquella historia -una respetable mujer norteamericana-, le atormentaba
por una parte la culpabilidad de haber abandonado su fe, y por otra
el deseo de volver a ella.
"Sin embargo
-decía-, me horrorizaba la idea de entrar en un confesonario.
Una vida entera de pecado que me paralizaba.
"Hasta que
un fin de semana de reunión familiar, mis hijos empezaron a
hablar de en dónde deseaba cada uno ser enterrado. Y sentí
el terrible impacto de la realidad, de la verdad. Me di cuenta de
que, a pesar de no haber vivido como cristiana, quería morir
como tal.
"Había
logrado, aunque penosamente, racionalizar mi carencia de fe en la
vida, pero no podía llevar la mentira hasta la muerte. Y tomé
la decisión de confesarme. Y lo hice. En pocos instantes, experimenté
el retorno de mi dignidad. Me sentía ligera y libre. Al descargar
todo ese lastre, había dejado a Dios entrar de nuevo en mi
vida. Y sentí una nueva suerte de libertad".
A veces cuesta
mucho aceptar la verdad. Incluso cuando ya la conocemos con certeza.
Incluso cuando la conocen también quienes nos rodean, y nosotros
sabemos que lo saben. Aquella mujer plantó cara a la mentira
gracias al pensamiento de la muerte, y se unió a esa gran cantidad
de escépticos en materia de religión que dejaron de
serlo en cuanto se presentó la callada cercanía de la
muerte. Como ha escrito Lloyd Alexander, "una vez que tienes
el valor de mirar al mal cara a cara, de verlo por lo que realmente
es y de darle su verdadero nombre, carece de poder sobre ti, y puedes
destruirlo".
Siempre hay una
mentira en la raíz de todo desánimo, un apartarse de
la verdad, de la realidad. Cuando la enfermedad o un riesgo imprevisto
hacen ver que estamos como colgados de un hilo sobre el abismo de
la eternidad, aquel antiguo escepticismo -tan firme en esos días
en que la muerte se veía como una eventualidad lejana- deja
de ser una postura cómoda. La pregunta sobre qué hay
después de la muerte deja de ser una cuestión ociosa
y pueril. La desdeñosa seguridad de antes se trueca en una
incertidumbre cruel que agita el alma.
"Para nosotros,
los demonios -cuenta con gracia Lewis en Cartas del diablo a su sobrino-,
resulta enormemente desastroso en los hombres ese continuo acordarse
de la muerte. Lo ideal es que mueran en costosas clínicas,
entre doctores que mienten, enfermeras que mienten, amigos que mienten
prometiéndoles vida, estimulando la creencia de que la enfermedad
todo lo excusa, omitiendo toda alusión a un sacerdote...".
Hablar de la
muerte no tiene por qué ser una locura o una morbosidad. Incita
a buscar significado a la existencia. Como escribió Séneca,
"se precisa de toda la vida para aprender a vivir; y, lo que
es más extraño todavía, se necesita toda la vida
para aprender a morir". Pensar en la muerte obliga a las personas
a pensar en cómo llevan la vida.
Alfonso
Aguiló
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