Ocurre en familia.
Llegan regalos para los hijos por algún cumpleaños,
santo, o por los Reyes, o en otras fiestas familiares. Luego uno de
los hijos pide al otro que le deje sus juguetes. El otro se niega.
Como “venganza”, el primero decide no compartir los suyos.
Los regalos se han convertido en el inicio de una triste pelea entre
hermanos.
¿Por qué
pasa esto? Una primera explicación parece sencilla: a casi
todos nos gusta usar algunas
cosas “en exclusiva”, como una propiedad plenamente a nuestra
disposición. Dejar lo nuestro a
otros significa no tenerlo en nuestras manos, y, en no pocas ocasiones,
correr el riesgo de que
nuestro objeto (un juguete, un teléfono móvil, una cosa
más valiosa) quede dañado si lo usa quien
no lo cuida como lo cuida su propietario.
Esta explicación
ofrece elementos interesantes, pero no llega al fondo de la cuestión.
Si vamos más
allá de la superficie, podremos reconocer que un niño
(o un adulto) no comparte sus “posesiones”
porque muchas veces piensa que “lo suyo” es sólo
para él, y olvida que las cosas no son
simplemente para uno, sino que de alguna manera también son
para los demás.
Es cierto que
la propiedad privada implica que un bien, obtenido de modo legítimo
y sin perjuicio
para otros, pertenece a una persona concreta, y que esa persona concreta
puede usarlo según sus
deseos (siempre que sean correctos). Esto vale de manera especial
cuando el objeto en cuestión
tiene un valor importante para su propietario, sea a nivel afectivo
(un recuerdo de familia) o por
otros motivos (cuando se trata de una herramienta fundamental para
el propio trabajo, por ejemplo).
Pero también es cierto que cada hombre, cada mujer, tiene una
vocación profunda al amor.
En la perspectiva
del amor, tener algo no se convierte en un motivo para encerrarse
en los propios
planes y deseos, para usar un objeto (sobre todo si es superfluo,
como un juguete) simplemente
como si fuera sólo para uno mismo. Al revés, el que
ama busca que sus posesiones se conviertan en
motivo para unirse a otros, para alegrar al que está cerca
o al que está lejos, para crear lazos de
amistad, para servir.
Por eso, si en
una familia un hijo pequeño o no tan pequeño se niega
a prestar sus juguetes a sus
hermanos o amigos, seguramente no ha llegado a descubrir la belleza
de la vida cuando se vive en
el amor y para amar.
Los padres y
educadores tienen, en ese sentido, la hermosa misión de enseñar
a los hijos que no vale
la pena tener pocas o muchas cosas si no se vive para los demás.
Lo que sí vale la pena es tener un
corazón muy grande y abierto para que las propias posesiones,
también si son pequeñas e
“insignificantes” como unas golosinas, lleguen a convertirse
en un trampolín para buscar hacer a los
demás, en todo lo que sea bueno y justo, un poco más
felices.
Si se logra lo
anterior, los regalos no se convertirán en un motivo de peleas,
sino que serán una
nueva ocasión para unir más a los que viven bajo un
mismo techo como miembros de una misma
familia.
Fernando Pascual,
L.C.
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